martes, 24 de abril de 2012

Primera salida de Trípoli


El viernes pasado Hamza me llevó de excursión. El plan era ver un palacete del siglo catapún situado en la costa, y luego ir a comer a Homs, una ciudad que, al parecer, conserva un bonito casco antiguo. Como podéis imaginaros, me puse muy contento, porque como de momento solo libro un día a la semana en el trabajo, y los medios de transporte libios te condenan a tener coche o no viajar, no he tenido (ni tengo) muchas expectativas de conocer otras partes del país; sin embargo, mi alegría fue prematura, ya que no tuve en cuenta el carácter libio, ni las numerosas enseñanzas que en mi tiempo aquí me ha sido dado recibir. El hombre es el único animal que bla, bla, bla.



A las ocho y media Hamza me esperaba en la puerta de casa con el coche en marcha. Contento, feliz y con la cara y los brazos embadurnados de protector solar, tomé asiento y puse música de viaje (Supergrass, Muchachito, Kiko Veneno, The Supremes, José Feliciano, Camarón, Bob…). Partimos en dirección Oeste, atravesando Tajoura. Ya os he hablado de Tajoura, un bonito pueblo-barrio de Trípoli, en la costa, con buenos restaurantes, muchos mercadillos y casas con jardín (un jardín libio es un parterre con algunos matorrales, pero bueno, algo es algo). Tras pasar Tajoura comenzó mi inquietud, ya que paramos a recoger a un amigo-conocido de Hamza y a su hijo. El motivo era que este señor, un médico, tiene un todo terreno, y con él podríamos ir mejor por la playa, donde el firme está muy accidentado. Lo que yo no sabía entonces, era que dicho médico quiere comprar una propiedad cerca de Homs. Esto sería determinante durante el viaje.

Nos sentamos en el todo terreno, los hombres delante y los niños atrás. El niño genuino tenía cinco años, y era muy simpático, yo le enseñaba palabras en inglés, y él a mí en árabe, y estuvimos jugando un buen rato con sus muñecos y bailoteando al son de la música marroquí que ponía su padre a todo volumen. Al cabo de una hora, sin embargo, cogió confianza y empezó a ponerse un poco pesado. Por suerte, mi flamante móvil nuevo tiene unos juegos dignos de la Play Station 12, así que pude mantenerle a raya.

Llegamos entonces a un hotel, y paramos. Yo también me pregunté porque. Resulta que cerca de él hay mucho terreno edificable, cerca del mar, y el médico había concertado una cita con un agente inmobiliario. Nos subimos a su coche y nos enseñó varias docenas de parcelas a lo largo de casi dos horas. Hamza se durmió, y yo empecé a ponerme nervioso. Lo más interesante fue que el niño vomitó, de lo cual no le culpo, porque el vendedor de parcelas conducía como un dromedario borracho, y que vimos a una familia de picnic con una oveja. “mira Hamza, tienen una oveja”, dije inocentemente; “claro, ahora la matarán, la desollarán y se la comerán”. Pobre Norit.

Al fin salimos de la aburrida situación, ya eran más de las doce. Fuimos a ver otra parcela, esta vez sin el dromedario, una parcela mucho más bonita que ninguna de las anteriores, y seguramente la que compre el señor médico: doscientos metros cuadrados de terreno, a unos trescientos de la playa, ni muy cerca ni muy lejos de Trípoli, un pequeño sueño. De lejos vimos el palacete, Hamza me explicó resignado que fue de una princesa griega, le hice una foto que borré automáticamente, porque no se veía nada, y nos fuimos a comer. Por el camino vimos a un vecino del lugar, un señor de unos trescientos años que luchó en la Segunda Guerra Mundial a las órdenes de Rommel, y al que le estalló una mina antipersonal en esa época, perdiendo el oído, el habla, parte de su capacidad intelectual y el brazo derecho. De esto último solo me di cuenta al darle la mano y notar que era de plástico. Por lo demás, era muy simpático.


Hamza yendo hacia el mar en la playa que pude pisar


Comimos en la finca de un primo del médico, rodeados de sus hijos. Este primo también sordo, y aunque no es mudo, no sabe hablar. Nos comunicábamos por gestos, y, dado que me estoy haciendo un experto en ese arte desde que vivo aquí, me entendí muy bien con él. Algo digno de mención es cómo los libios respetan cualquier tipo de minusvalía. Tengo un alumno tartamudo en clase, más tartamudo de lo que nunca había visto. Tarda varios segundos en arrancar, pone los ojos en blanco, balancea la cabeza, le tiemblan los carrillos y por fin suelta lo que quiere decir. En España se reirían de él, o al menos habría sonrisas y risas por lo bajini, pero aquí no, la gente no hace ni caso, lo toman como normal. Lo mismo pasa con mancos, cojos, tuertos, sordos, mudos, paralíticos o síndrome de down, no se ve como motivo de compasión o de burla, sino como algo que ha ocurrido así y que no es digno de mención, en todo caso de ayuda.

Este primo sordo, decía, y todos sus hijos, tienen los ojos azules, herederos de los griegos que un día vivieron aquí. Él es pescador, y tiene un sistema infalible: enciende un cartucho de dinamita y lo tira al mar. Espera a la explosión, y luego recoge los cadáveres de los peces que van saliendo a la superficie.

Comimos pasta y cuscús sentados en una alfombra, como es habitual, y luego tomamos el té a la sombra de una parra. A eso de las cuatro nos fuimos a la playa…

… a la misma parcela que habíamos visto antes de comer.

Hamza, que tenía una cita en Trípoli a las cuatro, empezó a enfadarse: “I will show him the real Hamza”, decía. Yo asumí estoicamente que mi excursión no había sido como esperaba, y me entretuve despedazando una hoja de chumbera que había en el suelo, para ver cómo era por dentro. Al final, nos fuimos a la ciudad, Hamza no llegó a su cita y se fue enfadado a su casa, y yo invité a cenar a Abdul un arroz al curry que, por cierto, me quedó de de pena.

Y así concluyó mi primera excursión. Me quedo con la conclusión de Hamza: “la próxima vez viajaremos solos”.

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