El viernes
pasado Hamza me llevó de excursión. El plan era ver un palacete del siglo
catapún situado en la costa, y luego ir a comer a Homs, una ciudad que, al
parecer, conserva un bonito casco antiguo. Como podéis imaginaros, me puse muy
contento, porque como de momento solo libro un día a la semana en el trabajo, y
los medios de transporte libios te condenan a tener coche o no viajar, no he
tenido (ni tengo) muchas expectativas de conocer otras partes del país; sin
embargo, mi alegría fue prematura, ya que no tuve en cuenta el carácter libio,
ni las numerosas enseñanzas que en mi tiempo aquí me ha sido dado recibir. El
hombre es el único animal que bla, bla, bla.
A las ocho
y media Hamza me esperaba en la puerta de casa con el coche en marcha.
Contento, feliz y con la cara y los brazos embadurnados de protector solar,
tomé asiento y puse música de viaje (Supergrass, Muchachito, Kiko Veneno, The
Supremes, José Feliciano, Camarón, Bob…). Partimos en dirección Oeste,
atravesando Tajoura. Ya os he hablado de Tajoura, un bonito pueblo-barrio de
Trípoli, en la costa, con buenos restaurantes, muchos mercadillos y casas con
jardín (un jardín libio es un parterre con algunos matorrales, pero bueno, algo
es algo). Tras pasar Tajoura comenzó mi inquietud, ya que paramos a recoger a
un amigo-conocido de Hamza y a su hijo. El motivo era que este señor, un
médico, tiene un todo terreno, y con él podríamos ir mejor por la playa, donde
el firme está muy accidentado. Lo que yo no sabía entonces, era que dicho
médico quiere comprar una propiedad cerca de Homs. Esto sería determinante
durante el viaje.
Nos
sentamos en el todo terreno, los hombres delante y los niños atrás. El niño
genuino tenía cinco años, y era muy simpático, yo le enseñaba palabras en
inglés, y él a mí en árabe, y estuvimos jugando un buen rato con sus muñecos y
bailoteando al son de la música marroquí que ponía su padre a todo volumen. Al
cabo de una hora, sin embargo, cogió confianza y empezó a ponerse un poco
pesado. Por suerte, mi flamante móvil nuevo tiene unos juegos dignos de la Play
Station 12, así que pude mantenerle a raya.
Llegamos
entonces a un hotel, y paramos. Yo también me pregunté porque. Resulta que
cerca de él hay mucho terreno edificable, cerca del mar, y el médico había
concertado una cita con un agente inmobiliario. Nos subimos a su coche y nos
enseñó varias docenas de parcelas a lo largo de casi dos horas. Hamza se
durmió, y yo empecé a ponerme nervioso. Lo más interesante fue que el niño
vomitó, de lo cual no le culpo, porque el vendedor de parcelas conducía como un
dromedario borracho, y que vimos a una familia de picnic con una oveja. “mira
Hamza, tienen una oveja”, dije inocentemente; “claro, ahora la matarán,
la desollarán y se la comerán”. Pobre Norit.
Al fin
salimos de la aburrida situación, ya eran más de las doce. Fuimos a ver otra
parcela, esta vez sin el dromedario, una parcela mucho más bonita que ninguna
de las anteriores, y seguramente la que compre el señor médico: doscientos
metros cuadrados de terreno, a unos trescientos de la playa, ni muy cerca ni
muy lejos de Trípoli, un pequeño sueño. De lejos vimos el palacete, Hamza me
explicó resignado que fue de una princesa griega, le hice una foto que borré
automáticamente, porque no se veía nada, y nos fuimos a comer. Por el camino
vimos a un vecino del lugar, un señor de unos trescientos años que luchó en la
Segunda Guerra Mundial a las órdenes de Rommel, y al que le estalló una mina
antipersonal en esa época, perdiendo el oído, el habla, parte de su capacidad
intelectual y el brazo derecho. De esto último solo me di cuenta al darle la
mano y notar que era de plástico. Por lo demás, era muy simpático.
Hamza yendo hacia el mar en la playa que pude pisar |
Comimos en
la finca de un primo del médico, rodeados de sus hijos. Este primo también
sordo, y aunque no es mudo, no sabe hablar. Nos comunicábamos por gestos, y,
dado que me estoy haciendo un experto en ese arte desde que vivo aquí, me
entendí muy bien con él. Algo digno de mención es cómo los libios respetan
cualquier tipo de minusvalía. Tengo un alumno tartamudo en clase, más tartamudo
de lo que nunca había visto. Tarda varios segundos en arrancar, pone los ojos
en blanco, balancea la cabeza, le tiemblan los carrillos y por fin suelta lo
que quiere decir. En España se reirían de él, o al menos habría sonrisas y
risas por lo bajini, pero aquí no, la gente no hace ni caso, lo toman como
normal. Lo mismo pasa con mancos, cojos, tuertos, sordos, mudos, paralíticos o
síndrome de down, no se ve como motivo de compasión o de burla, sino como algo
que ha ocurrido así y que no es digno de mención, en todo caso de ayuda.
Este primo
sordo, decía, y todos sus hijos, tienen los ojos azules, herederos de los
griegos que un día vivieron aquí. Él es pescador, y tiene un sistema infalible:
enciende un cartucho de dinamita y lo tira al mar. Espera a la explosión, y
luego recoge los cadáveres de los peces que van saliendo a la superficie.
Comimos
pasta y cuscús sentados en una alfombra, como es habitual, y luego tomamos el
té a la sombra de una parra. A eso de las cuatro nos fuimos a la playa…
… a la
misma parcela que habíamos visto antes de comer.
Hamza, que
tenía una cita en Trípoli a las cuatro, empezó a enfadarse: “I will show him
the real Hamza”, decía. Yo asumí estoicamente que mi excursión no había
sido como esperaba, y me entretuve despedazando una hoja de chumbera que había
en el suelo, para ver cómo era por dentro. Al final, nos fuimos a la ciudad,
Hamza no llegó a su cita y se fue enfadado a su casa, y yo invité a cenar a
Abdul un arroz al curry que, por cierto, me quedó de de pena.
Y así
concluyó mi primera excursión. Me quedo con la conclusión de Hamza: “la
próxima vez viajaremos solos”.
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