martes, 25 de marzo de 2014

El cliente siempre tiene la razón



Hay una cosa de Trípoli que no logro comprender: generalizando, los libios de la ciudad son majos, abiertos y serviciales; sin embargo, basta con ponerlos a trabajar cara al público para que, por medio de alguna misteriosa mutación metabólico-exotérmica, se metamorfoseen en los seres más bordes del universo. Una de las frases más comunes entre los extranjeros viene a ser algo así: "¡si es que parece que tenga que darle las gracias por comprarle algo!", y en esta ocasión no me parece un comentario fuera de lugar, sino una buena descripción.

A los hechos me remito.

Por ejemplo, ahora mismo estoy sentado en un bar, y lo que me ha llevado a escribir esta crónica es el ver cómo los dos camareros, totalmente ajenos a los esfuerzos que el único cliente (es decir, yo) hacía por pedir un café, discutían animadamente sobre no sé qué asunto. Al final el café me lo han puesto, pero sin contestar apenas a mi salam aaleikum.

Me solía ocurrir algo parecido en uno de los bares de la Calle Blanca. El dueño, que por cierto se llama Guapo, me conocía de sobra; solía ir a desayunar allí, y además, en la Calle Blanca yo era algo así como un esquimal con trompa y antenas en Horcajo de Santiago. Sin embargo, Guapo era incapaz de mostrarse amable conmigo, y no digo ya dorarme la píldora o reírme las gracias, sino que nadie ha muerto aún por sonreír, maldita sea.

Esta situación acabó, paradójicamente, un día en que yo estaba de mal humor; muchos libios tienen la costumbre de saludar diciendo allahu akbar, Dios es el más grande, y eso me repatea, ya que es una frase reservada a la liturgia y a la adoración de Dios, y por lo tanto no apta para el cachondeo, los saludos o las celebraciones futboleras.

No es que me haya convertido en un fiero defensor de La Fe, sino que llevo muy mal tener que escuchar misa cada viernes, chuparme un par de veces por semana discursos que buscan mi conversión, y además aguantar que todo el mundo tache alegremente “mi religión” de pura falacia, para que luego la peña no muestre algo de respeto por la suya propia.

Perdón, me he dejado llevar; el caso es que Guapo (en árabe Djamil) siempre saluda con un sonoro allahu akbar, y un día me pilló levantado con el pie izquierdo, sin ganas ningunas de gritos a las ocho de la mañana. Tuvimos un breve pero intenso diálogo:

-      ¡Allahu akbar!
-      ¡Aleluya!

Me miró bastante patidifuso durante diez segundos. Estoy seguro al 99% de que no entendió lo que le dije, podía ver cómo su cerebro sopesaba la posible bondad o maldad de mi expresión; finalmente pareció decantarse por lo primero, ya que se partió de risa, me arreó unos tiernos y brutales manotazos en el hombro, y luego me pintó una flor de caramelo en el cappuccino. A partir de ahí, se convirtió en un camarero cordial y dicharachero.

Más ejemplos de mi antiguo barrio: el único suministro de verduras de la Calle Blanca es un puesto desmontable, en el que los vecinos solo compran cuando el mercado central ya está cerrado. No es esto así por la pobre calidad de su verdura (que sí), ni porque de cada diez tomates que te llevas, dos están pochos al día siguiente (que también), ni porque cientos de coches pasan diariamente frente al género y lo impregnan de gases (esto en concreto solo me molesta a mí, creo). Todo eso son motivos que indudablemente influyen, pero la causa última del ostracismo al que la calle tiene sometido al verdulero es su proverbial bordería. Markus le tenía todavía más tirria a este hombre que a Maria Valquiria, y es que jamás saluda, jamás dice adiós, y si un día le diera por sonreír, seguramente se le caerían las orejas al suelo, víctimas de tan inaudita tensión facial.

Para que todo esto no suene a simple me irritaban sus modales, aquí va una bella conversación que tuve con dicho verdulero:

-      Salam aaleikum.
-      Barf - eso no es árabe, es un gruñido.
-      Un kilo de tomates, por favor.
-      Qué más.
-      Un kilo de cebollas.
-      Tres dinares todo.
-      No, un momento, también quiero un kilo de pimientos verdes.
-      Cuatro dinares.
-      Espera - ¡coño ya! -, medio kilo de pepino.
-      Toma. Ya está, ¿vale? Cuatro dinares y medio.

También quería manzanas, pero pagué y me fui. No había nadie más comprando, la hora de cerrar estaba aún lejos, y al irme vi por el rabillo del ojo cómo el amigo se encendía un cigarrillo con parsimonia y con mechero; ¿qué prisa tenía?

Otro relaciones públicas de lujo es el dependiente de una de las dos tiendas de comestibles que hay en mi nueva calle, pero lo suyo es más alienación tecnológica que antipatía.

Tendrá como veinte años. Cuando entras a la tienda y saludas, suele contestar, pero no se dirige a ti, sino a la tele. Una vez que tienes lo que quieres y te dispones a pagar, debes esperar unos segundos hasta que se libera del hechizo de la caja tonta. Un día vi cómo un señor mayor daba una palmada para espabilar al chaval.

¡Y da gracias si sólo ve la tele! Como esté escribiendo un mensaje o hablando por el móvil, más te vale sentarte o irte sin pagar, porque puedes pasar el resto del día allí metido. Aunque no deja de ser mejor que los chavales de la tienda de ropa que hay también en mi calle: el otro día entré para comprar algo, y ni me miraron... porque estaban jugando al Call of Duty en la videoconsola. En fin.

Podría seguir citando ejemplos neverending, pero no quiero dar la impresión de que todos los libios que trabajan de cara al público son tan majos como Luis Aragonés de resaca. Y no ya por corporativismo, sino porque, en la mayoría de los casos, la bordería se les pasa con una palabra amable.

Al comienzo de esta diatriba contra los dependientes malcarados, comentaba lo antipáticos que son los dos camareros del bar en el que escribo esto; pues bien, hace un rato me he levantado a pedir un vaso de agua, he hecho por sacar conversación, y no he podido sentarme de nuevo hasta pasados quince minutos. Lo último que me ha dicho el camarero más joven, justo antes de ponerme otro café sin yo pedirlo, ha sido enta mía mía, algo así como eres un tío guay.

¡Así son los comerciantes libios! Caparazón chunguérrimo, corazón de caramelo. Y os dejo por hoy, que tengo que ir a por tomates.


6 comentarios:

  1. Holaaa hacía mucho que no me pasaba por aquí!!! Veo que sigues en Libia y que has cambiado el aspecto al blog!!! Q tal todo? Un abrazo

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    1. ¡Hola Bárbara! Pues sí, aquí seguimos de momento, y todo bien. ¿Qué tal en Colombia?

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  2. Me alegra ver que todavía no te han convertido. Un abrazo

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    1. ¡Jose! ¿Qué onda? Pues no, no me han convertido, ¡pero me están transformando! Un abrazo fuerte y besos a la familia.

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  3. jaja... barf.

    Estos comerciantes recuerdan a los de cierto pueblo.

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