Mi aventura con el
árabe empezó a lo grande: conseguí un libro que te enseña el alfabeto, me
propuse aprenderme un par de letras cada día, y hete aquí que en un mes sabía
escribir.
Obviando el hecho de
que el alfabeto árabe (también llamado alifato, tomando el nombre de la
primera letra, alif) es mucho más fácil de lo que parece, me envalentoné
y me di a la tarea de aprender vocabulario y gramática. Ayudándome de esta página escribía palabras varias, leía expresiones, hacía ejercicios, y no me
iba mal… pero estaba en España, y no tener la necesidad de utilizar el idioma
me permitía ocultarme a mí mismo la terrible verdad: tan pronto como cerraba el
cuaderno, todo lo aprendido se desvanecía.
Después vine aquí. Se
me hizo claro que mi árabe, más que escaso, era nulo, y me puse a estudiar más
en serio… con idéntico resultado. Aún no puedo decir si la gramática de este
idioma es fácil o difícil, pero está claro que no se parece en nada a la del
nuestro; el vocabulario me entra por una oreja y se va por la otra, la
pronunciación es un sarao de vocales largas y cortas, de sonidos guturales y
nasales, de aspiraciones y cierres de la glotis (un órgano que creo no haber
usado nunca hasta llegar aquí), los verbos funcionan como quieren y cuando
quieren y, para colmo, aun conociendo el abecedario no puedes leer, porque las
vocales no se escriben.
Tras varios libros,
CDs, tándems y cuadernos me rendí a la evidencia: necesitaba un maestro.
Pero claro, ponte a
buscar un curso de árabe en la Libia de la posguerra; no abundan precisamente,
y los que hay son por la tarde… que es cuando yo trabajo. Los meses pasaban,
las puertas se cerraban una tras otra, mi árabe mejoraba al ritmo del
castellano de este prohombre… podéis imaginar mi zozobra, las noches sin dormir, el
vagabundeo por las calles de Trípoli en busca de un docente cualquiera, las
penosas borracheras a base de zumo de pera y cappuccino…
Hasta que se hizo la
luz. Y la luz se llama Luciano.