4 de abril (tras
firmar el contrato de alquiler)
Con las llaves en
el bolsillo y la mochila bien aligerada de dinares, corro al encuentro de
Mohamed. Mohamed es taxista, y suele trabajar para mi empresa. Es un hombre
delgado de unos treinta años, muuuuy tranquilo. Siempre tiene aire de ir hasta
arriba de hachís, pero ni sus ojos ni su olor delatan que así sea, más bien creo
que la calma le viene de fábrica.
Nos subimos al
coche dispuestos a la mayor compra de mi vida: mesa, sillas, armario, lavadora,
frigorífico, dos camas y una cocina. Veremos.
Antes de nada,
explicaros que aquí las tiendas se organizan por gremios; no es nada extraño,
en España era así hace algunos siglos, de ahí las calles que se llaman
cuchillería, carneceros o tejería, eran las calles que alojaban a dichos
gremios. Aquí eso no ha cambiado, si ves una sastrería, te darás cuenta de que
toda la calle está llena de sastres, y lo mismo con los curtidores o los
caldereros; lo gracioso es que a esta costumbre ancestral se suman los nuevos oficios,
o los nuevos productos, y así, de repente hay una calle de tiendas de móviles,
otra para informática, incluso una manzana entera solo para coches.
Os podéis imaginar,
pues, que esperan muchos viajes en el taxi de Mohamed, yendo de una zona de
venta a otra. Así es.
Primero vamos a la
zona de segunda mano, tres o cuatro calles llenas de tiendas, repletas a su vez
de muebles y electrodomésticos de todo tipo. Lo más llamativo que veo es una
jaula blanca y redonda, de unos dos metros de diámetro, supongo que para meter
águilas o un harén de periquitos. Por lo demás, entramos y preguntamos en unas
veinte tiendas.
La mayor compra la
hacemos en la un local que es un pasillo de seis o siete metros de profundidad,
hasta arriba de trastos. Al fondo un sofá en el que se sienta el dueño, Amin, un
hombre ya mayor, calvo y con una larguísima barba gris. Habla muy bien inglés,
y chapurrea portugués (lo que convierte mi día en el mayor caos lingüístico
desde que estoy aquí, seis idiomas distintos en danza, y encima yo pensando en
español). Es tranquilo y habla en voz baja, hace chistes y suelta comentarios
profundos, por ejemplo: “tu nombre te hace ser quien eres”.
Mesa, sillas y
armario apalabrados, son las dos, quedamos a las cinco para recogerlo todo.
Subimos al taxi y vamos a la zona de los electrodomésticos sin estrenar. Los
viajes en Trípoli son largos, pues aunque las comunicaciones son buenas, están
bastante mal trazadas, con lo que suele haber atascos; Mohamed y yo nos
preguntamos cosas de vez en cuando, o nos contamos algo, pero con muchas
limitaciones, así que se puede decir que mis viajes en su taxi son mares de
silencio, salpicados por las islas de su pobre inglés y mi más pobre árabe. Hoy
decide poner música, así que llegamos a destino al ritmo de Mr Saxo Beat.
No voy a aburriros
con todo el proceso, solo decir que tras ver millones de aparatos de cocina y
similar, y de regatear mucho, me hice con todo salvo la cocina, que no hubo
manera. Se imponía ya buscar transporte.
Esto funciona así:
te das un paseo por la carretera, y vas parando furgonetas hasta que una de
ellas es de un transportista, o de alguien que no lo es, pero que tiene tiempo
libre y ganas de ganarse unos dinares. Cuando encuentras a alguien, le dices lo
que quieres llevar y adónde, convienes en un precio, y a llevar las cosas. En
mi caso, nos hicimos con los servicios de un policía, que por cierto sí se
dedica al transporte cuando no está de servicio.
Pero claro, si son
muchas cosas y vives en un tercero sin ascensor, como yo, necesitas brazos
además de furgoneta; en ese caso vas con tu transportista a la zona de mozos de
carga, una avenida enorme donde se sienta un pequeño ejército de jóvenes
negros, esperando a que alguien los contrate. Allí que fuimos, y se nos unieron
dos chicos de Níger, quizás veinticinco años, delgados como un fideo y fibrosos
hasta decir basta.
Los precios me
llamaron la atención: el conductor de la furgoneta cobraba cuarenta dinares,
que son veinticinco euros, y su labor era conducir; si agregamos que la gasolina
en Libia cuesta algo así como un cuarto de dinar, le queda un beneficio de, no
sé, treinta y nueve dinares. Los dos porteadores, en cambio, iban a cobrar
treinta dinares, quince cada uno, cerca de nueve euros, pero subiendo
frigorífico, lavadora, muebles y demás a un tercer piso. Al final tuvimos
problemas con ellos, y no sin razón, porque cuando vieron todo lo que había que
subir y hasta dónde, les pareció que iban a cobrar poco, lo cual era cierto. Al
final cobraron más, pero no porque Mohamed o el policía les dieran la razón, de
hecho les dijeron que estaban faltando a su palabra y cosas así. Cuando sepa
más habrá que hablar de la relación entre libios y negros, y del hecho de que
Libia no está en África.
Unas cinco horas
después de comenzar, en el día más caluroso desde que estoy aquí, habíamos
acabado de subir las cosas al piso y nos despedíamos hasta mañana para buscar
la cocina. Hasta las narices pero contento, me compré una Bibsi y me la tomé en
las escaleras de la oficina central de correos mientras le contaba las
novedades a mi señora madre.
Arsenio, la tele Philips...
ResponderEliminarhttp://www.youtube.com/watch?v=46gz97j0hog
La Parda Anónima