viernes, 30 de marzo de 2012

Buscando piso II



24 de marzo

Estamos citados con el casero a las diez de la mañana. Mustafa no puede venir, así que sólo vamos mi jefa y yo. Esto me preocupa; mi jefa lleva muchos años en Libia y domina entre otras cosas el árabe, pero tengo la impresión de que hay dos problemas:

a)      Los libios negocian de una forma tan suya, que no debe ser fácil para un europeo hacerlo igual.
b)      Mi jefa es mujer, y con las mujeres aquí por lo general no se negocia, más bien se negocia sobre ellas.

Aparte de eso, tengo la sensación de que todo ha sido demasiado fácil; por lo poco que llevo visto, aquí se le dan muchas vueltas a las cosas antes de llevarlas a cabo, y todo ha ido muy rápido. El caso es que llegamos a la oficina de mi futuro casero, que nos ofrece el café de rigor. Nos sentamos, y comienza la negociación.



La primavera se llama Hamza


20 de marzo

Después de ver el piso y acordar que me quedo, tengo algunos gestiones pendientes, gestiones en las que me ayudará Hamza; Hamza es bajito, calvo y regordete, tiene una brillante y redonda cara de niño feliz, y va afeitado salvo por una mosca bajo el labio inferior. Trabaja en el servicio técnico de una institución pública, además de diseñar páginas web y dedicarse a la compra-venta de coches. Un pieza. También va a ser mi vecino. Y mi primer amigo libio.



Buscando piso I


20 de marzo

Vivo de prestado en casa de mi jefa hasta que aparezca un piso en el que me pueda quedar; hoy tenemos cita con el dueño de una inmobiliaria, es el dueño de tres pisos, vamos a verlos y a hablar del precio. El grupo se compone de cuatro europeos y un libio, Mustafa, el asistente de dirección del sitio donde trabajo. Sus funciones van desde la mera administración a la seguramente más importante tarea de tratar con los nativos, que llevan otro ritmo difícil de entender para los occidentales.

Llegamos puntuales a la cita; el futurible casero tiene unos sesenta años, es algo calvo, lleva barba y unas gafas gigantescas de lentes ahumadas. Nos ofrece café, que rechazamos, subimos a ver los pisos, decidimos quedarnos con el de en medio. Hasta ahí bien.



Llegar a Trípoli


Lo primero que verá el viajero que desde Europa llega en avión a Trípoli son las plataformas petrolíferas, color naranja fosforito, con una chimenea llameante anunciándolas también de noche. Ya sobrevolando la costa, la tierra no se diferencia mucho de otros puntos del Mediterráneo, casas bajas o altas acabadas en terrado, olivos, pinos, palmeras, chumberas y huertos bordean carreteras y caminos de tierra.

En el aeropuerto no se puede fumar, pero hay quien fuma, concretamente los trabajadores del aeropuerto, ya sean mozos de carga, aduaneros o policías. Los demás hacemos caso de los carteles prohibitivos.



Primeras impresiones


Para un español, europeo, acostumbrado al catolicismo, a cosas como el alcohol, y a ver mujeres por la calle, es todo un shock llegar a Libia, África, país cien por cien musulmán, donde el alcohol está prohibido y en la calle sólo hay hombres; pero estas consideraciones llegan sólo después, porque al principio la sensación es de curiosidad, sí, pero también de inquietud constante, todo es motivo de duda y de preocupación.

¿Bebo el agua del grifo? ¿Me dará diarrea? ¿Moriré?

¿Entro en esa calle deficientemente iluminada? ¿Me hará alguien algo? ¿Moriré?

Esta inquietud dura poco, porque en Libia, como en tantos otros sitios, se muere con más facilidad que en España, pero no se muere así como así. Los libios (al menos los hombres tripolitanos, que es la parte que conozco y a la que referiré normalmente) son un pueblo sonriente y hospitalario, bromista, perezoso, tranquilo, disfrutan con los extranjeros porque tenemos mucho dinero, buenos equipos de fútbol y mujeres a mansalva, y les gusta acribillarte a preguntas para después llenarte la cabeza con lo suyo, con el Corán, con el té y el café, con lo que comen, con los sitios a los que van de picnic, con los hijos que tienen o que tendrán.

Después de la segunda impresión, la de la calurosa acogida, uno se acuerda de las mujeres, y la euforia se rebaja. Aquí no es que haya sexismo, es que la mujer no existe. Es útil, sí, para parir y para estar en casa organizando la limpieza y las comidas, pero por lo demás se la desprecia de manera brutal, lo más suave que se les dice es que no saben conducir bien.

Tras esta tercera impresión queda claro que no se ha cambiado de mundo. Es un mundo como todos los demás, con cosas buenas y cosas malas, con la diferencia de que este mundo está cambiando, cambia algo cada día, y esos cambios chocan con tradiciones de mil años y con una tiranía de cuarenta, y en medio estoy yo. Os invito a ver lo que va pasando.