12 de abril
Cae la
noche sobre Trípoli: farolas que emiten una luz exagerada, hombres fregando la
parcela de acera que ocupa su tienda, y disparos. Los disparos son a la noche
de Trípoli lo que los ladridos, los camiones de la basura y las motos son a la de
España: aparecen cada noche. Aparecen cada noche y molestan, o asustan, o ni
siquiera los oyes porque te has acostumbrado.
Hace unas
noches hubo redada, una de tantas. Durante la guerra del año pasado, Gadafi
liberó a muchos presos a cambio de que combatieran por él, y algunos de ellos,
ahora, retoman el negocio que la cárcel les obligó a cerrar. Anoche, digo, hubo
redada, la policía pilló a Shabita, delincuente a varios niveles. El hombre
había formado una banda después de la guerra, había ocupado un edificio del
gobierno (sí, del gobierno), y lo había llenado de muebles, armas y dinero. Se
dedicaba básicamente al chantaje, dame dinero y no te destrozo el local, págame
el impuesto y no te vacío la tienda. Anoche la policía le rodeó, hoy duerme en
prisión, y el edificio ocupado está demolido.
Otras
noches sólo se oyen disparos sueltos, la gente se divierte tirando al aire,
sobre todo los más jóvenes. Disparan también sus pistolas sin munición, giran
el cargador de sus revólveres, llevan una pistola que quizás no funcione, pero
que es grande y se ve bien marcada en el bolsillo del vaquero.
Uno ve lo
unidas que están las naciones unidas cuando ve sus pistolas. En eso están de
acuerdo. En Libia, un país lleno de gente maravillosa, de la clase de gente que
se divierte charlando apoyada en un coche y contando mentiras que hacen reír,
en un país que podría comprar Europa con la riqueza natural que tiene, y que lo
que necesita es paz, se ven pistolas con mil pasaportes: italianas,
estadounidenses, brasileñas, belgas, francesas, rusas… es la gala de Miss
Universo, es la gala de Miss Muerte.
La otra
noche vi mis primeros disparos, protagonizados por un chico de unos veinticinco
y por el policía loco de mi calle. Va de aquí para allá todo el día con el
coche, suele ir bebido de boja, el aguardiente de aquí (cervecita y vino no importan,
pero alcohol casero sí que hacen). Se para con los vecinos y conversa, a nadie
le cae bien, pero como es policía, le toleran respetuosa y prudentemente. Por
lo que veo y oigo, es bastante mala gente.
Estaba de
cháchara con algunos vecinos, apoyado en un bar de nuestra calle. Con varios de
ellos había estado yo la noche anterior en el mismo lugar, con la diferencia de
que yo básicamente escucho y no me entero de nada. Uno de ellos, uno de los que
no conozco, sacó la pistola y dijo algo supuestamente gracioso, disparando
seguidamente al aire; entonces el policía alzó su ametralladora y le
encañonó: “¡guarda el arma! ¡Guarda el alma o te hago esto en la boca!”, tras decir
lo cual apuntó al cielo y disparó cinco o seis veces. Yo estaba a cinco metros,
sentado con Hamza en su coche.
Así son la
mayoría de los disparos nocturnos, chistes, locos, aburrimiento, fiesta… no sé
en qué quedó todo, Hamza me dijo go go go go, cerró el coche y me llevó
a la puerta de casa: “may be trouble”, y nos despedimos hasta mañana.
No muere
gente, sin embargo. No sé cómo lo consiguen, hay noches en que, por lógica, por
la cantidad de disparos que se oyen, debería morir alguien, pero casi nunca
pasa. Mientras escribo oigo disparos de ametralladora, quizás a un kilómetro,
pero mañana no habrá muertos. Quizá los hay y no nos lo cuentan, quizá piensan
que no hay que inquietar a la gente, que oigan los disparos y crean que no pasa
nada.
Libia
viendo la luz al final del cañón, acunada por los disparos, más tierra quemada
en la cuenta de los de siempre.
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