sábado, 8 de septiembre de 2012

El retonno


Queridos acompañantes, hace unos días volví a Libia. Fue deshacer la maleta y me asaltó una sensación muy familiar: la de no haberme ido. Me ocurre cada vez que vuelvo a un lugar, el sitio que acabo de dejar se cubre de niebla, se paraliza en una foto casi color sepia, y mi cerebro se resetea, se reubica, es como si tuviera un desfragmentador de contexto.


¿Me pasó lo mismo al volver a España? Oh, yes. He pasado un mes a tope, como si no llevara una estación fuera: familia, amigos, tele, todo era natural, hasta me parecía natural hablar de la crisis y del iva; no obstante… muchas cosas han tenido un punto de irrealidad, de absurdo. Ha sido muy raro, después de vivir en medio de luchas callejeras, ataques gadafistas y procesos de construcción democrática, encontrarme en medio de la destrucción social que se ve por todas partes en España. Ha sido muy raro enterarme de lo que es el whasap, la sensación de venir de un sitio al que las cosas no llegan. Ha sido extraño volver a beber alcohol, darme cuenta de lo mucho que me gusta una buena caña fresquita, y darme cuenta de lo poco que la echo de menos aquí. Bueno, y las chicas… he tardado varios días en poder alzar la vista de esas piernas al aire del verano, tan largas que llegan hasta el suelo, no creo que hubiera alucinado más si hubiera vuelto para descubrir que los españoles pueden volar.

Ahora, en fin, estoy de nuevo en Libia, y es como si no me hubiese ido: no me llama la atención que las mujeres vayan tan tapadas, aunque es verdad que tolero un poco peor la imagen de las que se tapan también la cara, mujeres ninja las llama el hermano de Hamza. He pasado automáticamente de las cañas a la pepsi, mi alcohol de aquí. He constatado que mi escaso árabe se mantiene incólume. Y sí, Libia se mantiene igualmente incólume.

Fui en taxi del aeropuerto a casa, con las ventanillas bajadas y el aire acondicionado a tope; era como estar sentado entre el horno y el frigorífico.

Un día después de mi llegada fui a trabajar, había quedado con Silke cerca de mi casa. Por el camino, a un par de calles de la mía, me topé con una oveja atada a una puerta. Luego Silke me recibió con mucho cariño y su optimismo habitual: ¿qué tal estás, Silke? Bien, pero todo puede empeorar.

Hamza me recibió como era de esperar, ni una pregunta por mis vacaciones, y toneladas de información sobre las suyas: había estado de bureo por Túnez, donde ha descubierto las mieles del turismo europeo, y esta semana se fue a Egipto con sus padres.

En la calle no se oyen más disparos que antes del ramadán; es cierto que los gadafistas están más activos desde las elecciones, y que los salafistas se han liado la manta a la cabeza y no paran de profanar mezquitas y tumbas de hombres santos (ya, yo tampoco lo comprendo del todo, pensaba que eso debíamos hacerlo los infieles), pero el día a día no ha cambiado; mientras Libia vive en medio de una guerra silenciosa, Trípoli continúa tranquila dentro de su paz caliente.

Y yo lo observo todo desde un punto de vista nuevo. No puedo evitarlo, la pátina de novedad y maravilla que lo envolvía todo se difumina, me estoy acostumbrando al país. Sigo estando atento, y en la semana que llevo aquí me han llamado la atención varias cosas, pero ya no me siento como un niño saliendo al mundo. Ley de vida. Quizás es que he crecido, quizá ya soy un adolescente, porque siento la necesidad de cambiar mi entorno, de pasar a ser ente activo, para lo cual me he arremangado, he cogido el libro de árabe por los cuernos, y me he puesto a entrenar en plan Rocky XI. No es que sienta que vaya a servir de mucho, noto con cierta claridad que esta sociedad, la libia, me recibe con brazos abiertos, pero impermeables. En fin, qué más da. Siempre da más gusto convertir a los incrédulos.

Y ahí estamos. Libia sigue, yo sigo, la vida sigue. Ya os iré contando.

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