El segundo día de
ramadán amanecí a las tres de la tarde, con muchas ganas de fumar y un poco de
sed. Cinco horas delante de mí, y la misma sensación de no querer hacer nada
salvo lo prohibido. Pintaba mal.
Sin embargo, no fue
para tanto; he de admitir que ninguna actividad me ocupó mucho rato seguido,
pero estuve más activo que el día anterior: leí un poco, empecé dos pelis, me
di un paseo por la ciudad vieja, compré el pan, estuve corrigiendo un rato… eso
sí, a las ocho menos cuarto estaba como loco, al igual que Markus. Él se
afanaba en cocinar medio kilo de macarrones con queso, yo no apartaba los ojos
del minarete de nuestra calle, un cigarrillo en la oreja y dos vasos de pepsi
en el congelador.
Cuando sonó la
llamada a la oración nos entró una euforia muy seria, esta vez nada
decepcionante.
El día de hoy tenía
un aliciente: íbamos a cenar como los libios. El día anterior hablé con Hamza,
y le conté que habíamos sido capaces de ayunar al cien por cien:
-
¿De
verdad?
-
Sí,
Hamza, ni comer, ni beber, ni fumar, ni sexo.
-
¿Por
qué no me lo habías dicho? ¡Os habríais venido a cenar a mi casa! – bajón.
Visitar las casas de los libios es difícil, porque las mujeres se tienen que
esconder, es un jaleo. Me dio pena haber perdido la oportunidad, aunque en el
fondo no me lo creí mucho, Hamza vive con su madre, y no le veo llevando amigos
a cenar con ella.
-
Bueno,
Hamza, no te preocupes, estuvimos centando bien, en el balcón, muchas gracias (barakalaufig).
-
Si
volvéis a ayunar algún día, dímelo, cenáis conmigo.
-
Bueno…
verás, Hamza, en ramadán se ayuna todos los días – Ay, qué gracioso es el
europeo, mare.
-
¿Mañana
otra vez? Bien, mañana te llamo y quedamos.
Mañana se hizo hoy,
y ocurrió lo que me esperaba: de cenar en casa de libios nada, Hamza se
presentó en nuestra casa con la cena. Ya me parecía a mí…
La cena, muy rica:
cada día de ramadán se cena chorba (no creo que se transcriba así, pero suena
igual, así que…), una sopa picantísima con millones de hierbas y de especias.
Además de eso trajo más cosas: algo parecido a fideos chinos con pollo, patatas
rellenas, empanadillas de carne y una extraña tortilla de patatas sin huevo, en
su lugar algo así como leche y pan rallado. La sopa, en un cazo, era sin duda
de su madre, pero lo demás venía sospechosamente empaquetado en plan tienda de
comida para llevar.
Empezamos a cenar y
se desató el infierno.
Hacía cerca de un
mes que no se escuchaban tantos disparos, y desde luego no tan cerca. Por el
sonido, venían de la gran avenida al final de mi calle, donde nace también la
avenida que lleva al mar. Ametralladoras y escopetas, algún disparo de pistola,
y ahí estábamos nosotros, poniéndonos finos.
Al parecer se
trataba de dos bandas del barrio, que se habían citado en ese momento para
aprovechar las calles vacías, ya que todo el mundo estaba en casa cenando. Un
ajuste de cuentas difícilmente comprensible. El saldo de la batalla fue de dos
muertos, por lo que dicen.
Al poco rato,
alguien puso en marcha la canción que calma los ánimos; se trata de una
grabación bastante insufrible a capella, un hombre canta algo así como Alá
es el más grande, Alá es el más grande, AAAAAAAAAAlá es el más grande, el más
grande, el más grande, Alá. Esa es la letra. Una y otra vez, con la misma
melodía. Suena durante horas, y Hamza dice que la ponen para evitar peleas y
disparos, porque, al oírla, uno se acuerda de que matar es pecado y tal. No
funcionó muy bien en esta ocasión, la batalla duró aún un rato. En mi caso, la
canción de marras hace de todo menos calmarme, a la tercera hora de mantra estoy
que me pondría yo a disparar, no sé, será porque soy extranjero.
Después de cenar
bajamos a tomar un café; la batalla había cesado, y los pistoleros de nuestra
calle habían salido también, ametralladora en mano, para vigilar que los gangs
no entraran a nuestra zona. Un par de ellos tendrían trece años, los demás
cerca de veinte.
Cogimos el coche,
nos fuimos a un barrio más tranquilo a tomar el café.
No pasó mucho más.
Y, en general, el día no me ha gustado mucho. Al final todo se reduce a lo
mismo, predicar una cosa, hacer la otra, absurdamente parecido a la navidad,
cuando se habla de amor fraternal y cosas así, pero nadie se esfuerza en
absoluto por llevarlo a efecto; básicamente la fiesta consiste en comer a
muerte y hacer regalos, pero seguimos llamándolo navidad, seguimos diciendo que
es especial.
Aquí es igual,
quizá más flagrante aún: el ramadán existe para practicar la introspección y
para recordar a los pobres; sin embargo, las tiendas de mi calle nunca han
tenido tantos productos como ahora, cada noche se cocina para veinte en
familias de diez, la gente se dispara mientras otros leen el Corán en la Plaza
de los Mártires… hoy me he planteado si no habrá bastado con dos días, si no
será mejor hacerlo a mi manera, o no hacerlo en absoluto, llevarlo igual que
llevo las navidades. No sé. Supongo que aguantaré, por lo menos para ver qué
tal lo llevo mañana, mi primer día de ramadán y trabajo.
En fin, son las dos
de la mañana, me quedan tres horas libres para comer, beber y fumar. Voy a
dedicarme un rato a eso, por si aca.
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