miércoles, 29 de mayo de 2013

Haciendo el bereber III



Nos habíamos quedado organizando el trayecto hacia la convivencia bereber de Wifat, otra pedanía de Jadu. El encuentro era uno de los actos centrales de todo el Festival Amazigh, y Omar, el almuédano que se había convertido en nuestro chófer, se ofreció a llevarnos hasta allí y a traernos después de vuelta.

Cuando llegamos a Wifat, nuestra primera parada fue la mezquita. Esta vez pasé de preguntar a nadie y entré directamente con Omar y Karím, me senté al fondo y estuve hojeando un Corán. He vivido para contarlo.


El pueblo no tenía nada de especial: asfalto, ladrillo, tiendas. Al poco me explicaron que no era en el pueblo nuevo, sino en el viejo, donde tendría lugar la convivencia.

Nos pusimos, pues, en camino, y tras cinco minutos llegamos al final del pueblo nuevo, donde me encontré con esto:

El Wifat viejo, con señor vestido de gala en primer plano


El sendero de bajada al viejo Wifat estaba asfaltado a tramos, y era una pequeña fiesta para la vista, una serpiente de colores que nos empujaba en romería. Finalmente, llegamos:

 
Yousef Aiad, el nunca suficientemente ponderado cartelista


A la entrada de la ruinosa población, en un improvisado escenario, diversas personas hablaban por turnos. No entendí lo qué decían, pero ni yo ni nadie, porque el sonido era tan malo, y soplaba un viento tan fuerte, que las voces de los oradores parecían el ruido que hace un fax en funcionamiento.


¡Cógeme sitio, Vicenta!

 
¿Y zurra van a repartir?

Toda la ciudad vieja estaba repleta de puestos: vestidos confeccionados con el telar tradicional bereber, comida típica, estatuillas, útiles de labranza convertidos en souvenires… había bereberes de pro, árabes, tuaregs y tebu, los pobladores del sur de Libia y el norte de Níger.

Había mujeres jóvenes y viejas, muchas de estas últimas vistiendo la sábana blanca tradicional, que las hace parecer fantasmas y que, al carecer de botones o enganches, mantienen cerrada con una mano o con la boca.

Había hombres jóvenes y viejos, estos últimos ataviados con la versión masculina del traje de espíritu que, eso sí, tiene enganches, y deja la cara al descubierto.

Los reyes, sin embargo, eran los niños. Recargadísimos con trajes típicos de la zona, velos, sombreros, pendientes, collares, y las niñas, además, maquilladas como muñecas. Todo eran fotos, besos y caricias en las cabezas de los niños, y quizás era yo el único que les compadecía, en sus rostros bien clarito un sentimiento de quiero quitarme esta ropa incómoda e irme a jugar.


Las navidades pasadas y las futuras con sus nietas

 
Varios abueletes y un primo de El Tempranillo

 
Se pusieron el primer trapo que pillaron

Al rato de estar allí, rodeado de tan variopinta gente, tuve claro que era el único occidental en muchos kilómetros a la redonda.

Esto tenía sus ventajas y sus inconvenientes; una ventaja era que todo el que me veía quería agasajarme, y así me vi probando varios tipos de té, de bsisa (mi perdición, dulce a base de harina, pistachos, nueces y miel), de sumita (pasta de harina que se come amasando con los dedos y sabe a polvorón sin azúcar), de dátiles y de caramelos. Además de cebarme vivo, me vistieron de beduino, y me recorrí el pueblo con media docena de guías diferentes.

El único inconveniente que encontré, aparte del agobio que tanta buena voluntad llega a ocasionar, fue una marginación absoluta e incomprensible a la hora de hacer fotos. Todo el mundo sacaba fotos como si no hubiera un mañana, pero nada más echar yo mano del móvil, los hombres me miraban mal, y las mujeres se llevaban a sus hijos mientras se tapaban el rostro. A día de hoy, esto sigue siendo un misterio para mí.

Así transcurrió la tarde, entre dulces, explicaciones y fotos (¡a mí sí que me sacaban fotos como si fuera un mono!). Al anochecer hubo un espectáculo de baile tradicional: hombres armados con un bastón bailaban en círculo, daban saltos y golpeaban un palo contra el otro simulando un combate. ¿Convergencia evolutiva?

Nos marchamos de allí cuando empezó a refrescar y ya todo el mundo se iba. Omar nos llevó hasta Jadu, donde hicimos autostop para bajar a Jenaun.

Nada que envidiar a las mejores raves.

En Jenaun, donde pasaríamos la noche, Mister Ibrahim y compañía nos esperaban con una cena pantagruélica basada en la especialidad amazigh: el ftat.

El ftat, como la paella o las gachas, es comida de pobres; se trata de masa de pan ligeramente ácimo, dejada secar, rehidratada después sumergiéndola en agua, y horneada finalmente con una salsa característica. Se puede condimentar de muchas maneras, y en esta ocasión nos la sirvieron con garbanzos y carne de cordero.


En fin, se hará un esfuerzo


Tras la opípara cena tuvimos que clavarnos media docena de dátiles y un vaso de leche, ya que los libios pueden pasar de probar la comida forastera, pero al forastero le ceban como les da la gana. Después, Ibrahim y cuatro viejales del pueblo se acercaron para darnos conversación; al principio la charla transcurrió en árabe y en inglés, pero pronto pasaron de mí y se pusieron a charlar exclusivamente en su idioma.

Una pena no entender nada, porque hablaban de la vida en la zona antes y ahora, del idioma bereber, de lo que opinan sobre los árabes, sobre la nueva Libia… yo miraba con envidia los gestos de sorpresa de Karím, y lamentaba no poder entender más.

Escuchar a seis personas conversando distendidamente en un idioma que no entiendes, y hacerlo además con la barriga llena y al final de un día cargadito, es algo que da mucho sueño, así que pronto empecé a dar cabezadas. Cuando se dieron cuenta de ello, me trajeron una manta y me obligaron a tumbarme, para continuar acto seguido con su charla.

Pensé fugazmente en lo que diría uno de mis hermanos si me viera: ¿estás en un pueblo perdido de Libia, rodeado de desconocidos, y pillas y te duermes? ¡Tú estás loco! Sin embargo, yo estaba tan a gusto, de hecho la experiencia me llevó a otra época, una época en la que no tenía que preocuparme por nada, y podía dormirme arrullado por las voces de los mayores mientras hablaban de cosas que, a menudo, igualmente no entendía.

Me dormí como un bebé.

A las seis de la mañana me despertó un ejército de mosquitos, pero había descansado bien, y estaba deseoso de vivir la última etapa del viaje: la visita al oasis del Ojo Azul.



2 comentarios:

  1. En el post que no te dejan hacer fotos vas y cuelgas 9....jajajaja.

    Sigue disfrutando primo!!!

    La Parda Beber..digo Bereber

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    1. Jaja, Parda Maldita, que ojo tienes!

      Dire en mi defensa que... esto... ya esta! No son fotos, son imagenes diferidas!

      Disfruta tu tambien, y no berebebas demasiado!

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