miércoles, 15 de mayo de 2013

¡Paion, Paion!



Uno de mis primeros recuerdos de Trípoli son los disparos. Tras el primer paseo por la ciudad, y una sabrosa cena a base de pescado, estaba yo leyendo en la cama cuando los oí: tiros de ametralladora (o eso creo, en esa época no era tan experto como ahora).

Aquella noche los disparos, sumados al hecho de que en torno a las cinco de la mañana un señor me gritaba al oído que Alá es más grande, me hicieron plantearme la siguiente pregunta:

¿Qué se me habrá perdido a mí aquí?

La llamada a la oración no ha vuelto a despertarme nunca más, pero los disparos los he oído a diario durante casi un año, habiéndose reducido mucho en los últimos meses. Ahora bien, ¿a qué tanto disparar? Y lo que es más, ¿dónde acaban tantas balas?


Hay dos tipos de disparos:

  1. Disparos malosos: gente que se dispara a dar, o que dispara al cielo para asustar.
  1. Disparos buenrolleros: tiros de alegría, clásicos sobre todo en las bodas, pero vamos, cualquier ocasión es buena para darle al gatillo y gritar que Dios es más grande (again). 

Si estoy en la calle con amigos y escuchamos tiros, lo primero que hacemos es ponernos bajo un balcón: no es inaudito que las manifestaciones de alegría de un recién casado acaben en el hipotálamo de alguien que ni siquiera había sido invitado a la boda. Por lo demás, no hacemos mucho caso.

En cuanto a los disparos malosos, se reconocen porque no provienen de un solo lugar, sino de dos lugares distintos, y se alternan con cadencia (anda, acabo de oír uno ahora mismo). Ratatatá a la derecha, ratatatá a la izquierda, derecha, izquierda.

Cuando hay disparos de los malos, lo raro es que venga la policía, y si viene, da un poco igual. En mi malogrado cenorrio casero hubo disparos en mi calle, y dos policías acudieron raudos y veloces; esperaron a que los contendientes se marcharan, y entonces y solo entonces se acercaron para decir a los demás que por favor, circulen, aquí no hay nada que ver.

Volviendo a mi pregunta sobre dónde acaban tantas balas, aquí os pongo algunos ejemplos gráficos:


Esta acabó en la ventana del segundo piso que pensé alquilar.


Esta acabó en el parabrisas del coche de mi amigo Ahmed.


En fin, aquí acabaron muchas.




Esta apareció el otro día en una ventana... ¡de mi escuela!
 Creo que no figura en el convenio de profesores.
 






Ante esta nueva moda, UNICEF ha lanzado una campaña alertando del peligro que supone disparar al aire:


¡Hola, amigos! ¡Hoy Coco os enseña cómo lo que sube, baja!


Y en esas andamos. Lo feo del asunto (obviando el hecho de los balazos en sí), es que los habitantes de Trípoli no prestamos atención a los disparos, sino que hacemos bromas sobre ellos, los trivializamos. Lo feo es que yo pueda escribir esto sobre el tema.

La capacidad de adaptación que caracteriza al ser humano es sin duda uno de los secretos de su éxito, pero tiene un lado muy oscuro, porque hay cosas a las que uno no debería poder acostumbrarse. No me refiero ya solo a escuchar disparos al aire en la noche de Trípoli, sino a las miles de atrocidades que ocurren a diario en el mundo, a las aberraciones que encaramos con un casual es lo que hay, o qué se le va a hacer. En libio, دنيا هكي.

Pero somos así, nos adaptamos y, quizá gracias a ello, sobrevivimos. En mi caso, dado que soy uno de los pocos habitantes del país que no tiene armas, lo único que me queda es el consuelo de escribir esto y reírme un poco de la situación.

Os deseo dulces sueños, a poder ser, libres de disparos, y me despido enseñándoos lo que me encontré el otro día por la calle: ¿veinte duros? ¿Un chicle? ¿Lotería premiada?


No, no me refería al reloj.


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