Uno de mis primeros recuerdos de Trípoli son
los disparos. Tras el primer paseo por la ciudad, y una sabrosa cena a base de
pescado, estaba yo leyendo en la cama cuando los oí: tiros de ametralladora (o
eso creo, en esa época no era tan experto como ahora).
Aquella noche los disparos, sumados al hecho de que en
torno a las cinco de la mañana un señor me gritaba al oído que Alá es más
grande, me hicieron plantearme la siguiente pregunta:
¿Qué se me habrá perdido a mí aquí?
La llamada a la oración no ha vuelto a
despertarme nunca más, pero los disparos los he oído a diario durante casi un
año, habiéndose reducido mucho en los últimos meses. Ahora bien, ¿a qué tanto disparar? Y lo que es más, ¿dónde acaban tantas balas?
Hay dos tipos de disparos:
- Disparos malosos: gente que se dispara a dar, o que dispara al cielo para asustar.
- Disparos buenrolleros: tiros de alegría, clásicos sobre todo en las bodas, pero vamos, cualquier ocasión es buena para darle al gatillo y gritar que Dios es más grande (again).
Si estoy en la calle con amigos y
escuchamos tiros, lo primero que hacemos es ponernos bajo un balcón: no es inaudito que las manifestaciones de alegría de un recién casado acaben en el hipotálamo
de alguien que ni siquiera había sido invitado a la boda. Por lo demás, no hacemos mucho caso.
En cuanto a los disparos malosos, se
reconocen porque no provienen de un solo lugar, sino de dos lugares distintos,
y se alternan con cadencia (anda, acabo de oír uno ahora mismo). Ratatatá a la
derecha, ratatatá a la izquierda, derecha, izquierda.
Cuando hay disparos de los malos, lo raro es
que venga la policía, y si viene, da un poco igual. En mi malogrado cenorrio casero hubo disparos en mi calle, y dos policías acudieron raudos y veloces;
esperaron a que los contendientes se marcharan, y entonces y solo entonces se
acercaron para decir a los demás que por favor, circulen, aquí no hay nada que
ver.
Volviendo a mi pregunta sobre dónde acaban
tantas balas, aquí os pongo algunos ejemplos gráficos:
Esta acabó en la ventana del segundo piso que pensé alquilar. |
Esta acabó en el parabrisas del coche de mi amigo Ahmed. |
En fin, aquí acabaron muchas. |
Esta apareció el otro día en una ventana... ¡de mi escuela!
Creo que no figura en el convenio de profesores.
|
Ante esta nueva moda, UNICEF ha lanzado una
campaña alertando del peligro que supone disparar al aire:
¡Hola, amigos! ¡Hoy Coco os enseña cómo lo que sube, baja! |
Y en esas andamos. Lo feo del asunto
(obviando el hecho de los balazos en sí), es que los habitantes de Trípoli no
prestamos atención a los disparos, sino que hacemos bromas sobre ellos, los
trivializamos. Lo feo es que yo pueda escribir esto sobre el tema.
La capacidad de adaptación que caracteriza
al ser humano es sin duda uno de los secretos de su éxito, pero tiene un lado
muy oscuro, porque hay cosas a las que uno no debería poder acostumbrarse. No
me refiero ya solo a escuchar disparos al aire en la noche de Trípoli, sino a las
miles de atrocidades que ocurren a diario en el mundo, a las aberraciones que
encaramos con un casual es lo que hay, o qué se le va a hacer. En
libio, دنيا هكي.
Pero somos así, nos adaptamos y, quizá
gracias a ello, sobrevivimos. En mi caso, dado que soy uno de los pocos
habitantes del país que no tiene armas, lo único que me queda es el consuelo de
escribir esto y reírme un poco de la situación.
Os deseo dulces sueños, a poder ser, libres
de disparos, y me despido enseñándoos lo que me encontré el otro día por la calle: ¿veinte duros? ¿Un chicle? ¿Lotería premiada?
No, no me refería al reloj. |
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