lunes, 27 de mayo de 2013

Diga treinta y tres III



Ya llevo más de un año aquí, y eso se nota, por ejemplo, en que comienzo a vivir cosas por segunda vez; ya se han repetido el día de la madre, el día del trabajo, y también mi momento favorito del año: la revisión médica.

Si os acordáis de cómo me fue la última vez, comprenderéis que la idea no me hacía especial ilusión. Sin embargo me sometí dócilmente al duro trance, y, como no hay mal que por bien no venga, tengo un par de anécdotas que contaros.


No puedo escribir esta entrada sin mencionar a Fríman, el Compañero Misterioso. Ya sabéis que, allá por febrero, se incorporaba a mi piso y a mi escuela un nuevo profesor alemán; lo cierto es que hasta hoy he rehuido hablar de él, y esto ha sido por la sencilla razón de que resultó ser un tipo despreciable: dio problemas en casa, insultó a Silke con suma crueldad e insistencia, fue un dolor de cabeza constante en el trabajo, y finalmente decidió marcharse del país antes de haber acabado los dos cursos de los que era profesor, dejando así colgados a sus alumnos. Le he llamado Fríman por una frase que repetía mucho: yo soy un hombre libre.

El caso es que ahí estábamos una soleada mañana de marzo, Silke, Fríman y yo, esperando a Mohamed, el taxista habitual de mi escuela. Habíamos quedado a las nueve de la mañana con la intención de hacernos unas fotos de carné, para dirigirnos luego al hospital. Mustafa y yo habíamos tenido una pequeña discusión al respecto:

-         ¿A qué hora pensáis quedar con Mohamed?
-         A eso de las diez.
-         Eso es un poco tarde, ¿no? Cuando lleguéis al hospital estará lleno de gente.
-         Ya, pero primero tenemos que hacernos fotos, y ninguna tienda abre antes de las diez.
-         Qué dices loco, a las nueve está todo abierto.
-         ¿Vivimos los dos en la misma ciudad?
-         Mira, ni pa ti ni pa mí, quedad a las nueve y media.
-         Bueno, pues quedaremos a las nueve y media, gracias por organizarme la vida.

Sorprendentemente, la tienda de fotos estaba aún cerrada. Fuimos a otra, después a otra, y en el cuarto intento tuvimos más suerte, pues ya estaban abriendo. Eran las diez.

Nos hicimos 16 fotos por cabeza y nos dirigimos al hospital, donde nos esperaba un espectáculo entrañable.

Si el año pasado había mucha gente, este año el ambiente recordaba a los sanfemines. Exagerando un poco, la calle que lleva al hospital desde la autovía recordaba a esas tomas de Hollywood en las que el protagonista camina por la Quinta Avenida de Nueva York, solo entre cientos de personas. No hacía falta ser muy listo para adivinar que no conseguiríamos llevar a cabo nuestro cometido fácilmente.

Nuestro primer objetivo era conseguir un resguardo de color azul. El resguardo nos permitiría hacernos radiografías, las cuales nos abrirían el paso a los análisis de sangre, que a su vez posibilitarían la prórroga del permiso de residencia.

Aquí os pongo un vídeo que ilustra muy bien el proceso:




Fuimos al mismo lugar donde el año pasado nos dieron el resguardo azul, pero ya no somos bienvenidos allí. La inmigración ha subido tanto en los últimos doce meses, que la ventanilla en cuestión está ahora reservada exclusivamente a libios, así que Mohamed se fue a preguntar dónde teníamos que ir, mientras los tres europeos esperábamos delante de esto:


¿La UCI de los coches?

 
Pronto salió Mohamed con la información, y nos dirigimos a un pabellón diferente. Cuando llegamos a la puerta y nos disponíamos a entrar, Mohamed nos retuvo: no, no es dentro del pabellón, es detrás del pabellón.

Lo que vi entonces sí que me hubiera gustado fotografiarlo, porque las palabras no pueden describirlo bien: bajo un sol de justicia, sobre una explanada de arena, un par de cientos de hombres hacían cola con la intención de llegar a una ventanilla en la que se repartía el ansiado resguardo azul, el que permite a los extranjeros hacerse la prueba de rayos x.

Egipcios, bangladesíes, pakistaníes… diría que toda la escoria de Libia, si no fuera porque la escoria de verdad son los negros, tan escoria que ni se molestan en hacerse la revisión, sabiendo que el color de su piel, la nacionalidad en su pasaporte, y el miedo al sida (enfermedad que, según muchos libios, todos los negros padecen), les negará con casi total seguridad la residencia legal. Eso sí, sus servicios en el sector de la construcción o la limpieza son diariamente requeridos.

No hice fotos porque bastante tenía la pobre gente. Cuando llegué a la explanada y vi la expresión de sus caras, cómo hacían cola en un espacio tan grande, me entró una inquietud irracional, sentí como si esa situación, por fuerza, hubiera de conducir a algo malo.

Mohamed ni se planteó ponernos a la cola, sino que nos llevó a la sombra, encendió un cigarrillo y se puso a pensar. Finalmente llamó a Maria Valquiria para explicarle que, o bien hacía algo, o tardaríamos varios años en hacernos los rayos x.

Y ahí entró en acción la vitamin waw.

“Wow” o “و” es la primera letra de la palabra “wasta”, “relaciones”, y los libios han sacado de ella la expresión “vitamin و”, que en castellano bien podría ser vitamina E (de enchufe).

En efecto, Mustafa (asistente de Maria Valquiria) conoce a alguien que conoce a alguien, y se sacó de la manga una carta que nos permitiría saltarnos todas las colas. El proceso real llevó dos días, pero, ya que estamos en la tarea, voy a hacer una elipsis y a obviar ese lapso de tiempo, como si la carta nos hubiera llegado directamente tras pedir ayuda por teléfono. Tranquis, que no se va a notar.

Decía, pues, que Mohamed nos llevó a la sombra, encendió un cigarro y se puso a pensar. De repente oímos un batir de alas y, al alzar la vista contra el radiante sol, vimos a Mustafa descender del cielo a lomos de un níveo Pegaso. Desmontó graciosamente del volador corcel y se dirigió a Mohamed:

-         ¡Oh tú, Mohamed, hijo de Ahmed, Señor de los Taxis! ¡Llevado a mis oídos ha la Fama noticia de la cuita en que tú y tus mortales compañeros os halláis, y movido por la piedad y las órdenes de Maria Valquiria ojizarca, Diosa inmortal de la Sabiduría y el Mal Genio, heme dirigido al Tártaro, donde, tras cruzar la Estigia y esperar dos horas en un atasco, he obtenido esta misiva firmada por el mismísimo Febo Apolo, un primo del cuñado de mi hermana que trabaja en el Ministerio!

Mohamed tomó el áureo documento y habló a su vez:

-         ¡Oh tú, Mustafa, hijo de Omar, héroe de ínclita fama que, por haber aprendido la lengua de los Hiperbóreos, padeces el eterno castigo de compartir despacho con María Valquiria, amazona horrísona que miró a los ojos de Medusa y la transformó en el perrito de Scottex! ¡Tu inesperado auxilio es luz en las tinieblas de la acuciante necesidad que nos agobia, y no será olvidado, ya que este día será honrado por mí, por mis hijos y por los hijos de mis hijos, y ya hoy, tan pronto como me haya tomado un café y me haya echado la siesta, sacrificaré en tu nombre treinta becerros y una vaca, mientras el vecindario descarga con sus kalashnikovs salvas en tu honor!

O algo.


La carta nos abrió todas las puertas con facilidad, y al poco estábamos haciendo cola frente a mis queridas unidades móviles de radiología. Esta vez saqué fotos:


Quería sacar a Rommel, pero justo libraba ese día


Tardamos cerca de dos horas en que nos hicieran las dichosas radiografías. Éramos unos 200 maromos de África, Asia y Europa, y el camión estaba ocupado por libios. Los libios tenían un resguardo verde, y los guiris uno azul, y si el azul es papel, el verde es tijera, y si el azul es tijera, el verde es piedra; hasta que no quedara ni un libio sin su radiografía, los demás esperaríamos.

En mitad del tedio apareció un tipo bajito, más seco que la mojama, con los andares de Groucho Marx y un puestazo de llámalo x que ríete tú de Lou Reed. El colega se puso a gritar algo que no entendí, pero era obvio que nos regañaba por estar haciendo cola en el sitio que no era, ya que nos empezó a empujar hacia otro lado. Lo de empujar es literal, y recordad que éramos como 200.


Parte de la concurrencia escucha atentamente al carismático líder


Una vez que nos tenía donde quería comenzó el show: el pavo leyó diez nombres de una lista, pero nadie contestó; por sus titubeos al leer, yo diría que nadie contestaba porque eran nombres extranjeros y los leía mal.

La falta de éxito pareció exasperarle, ya que volvió a cambiar de sitio, pero esta vez no le hizo falta empujar, simplemente se marchó dando voces para colocarse unos diez metros más allá, y los 200 forasteros detrás de él. Leyó diez nombres más con resultados similares, se enfadó de nuevo y cambió de sitio una vez más, los 200 inmigrantes tras él.

El proceso se repitió aún otro par de veces, y acabó por gustarme; era algo así como jugar a “¡que vienen los patiiiiiiiiitos! ¡Pachín!”, pero con 200 amiguitos que no saben de qué va todo el tinglado.

Por fin, el último libio fue escaneado, y los pobres hicimos una cola tradicional. El señor que trabaja haciendo las radiografías sigue ahí, y ahora le han puesto una plancha protectora que le debe suministrar un buen placebo contra la radiación.


La flego y los pacientes forasteros


Modo de empleo: entrada por la escalera, bajada por los asientos 


Yo sigo sin verle el sentido a las radiografías, ya que se hacen de cualquier manera. La gente se coloca con abrigos, cadenas, yo mismo no me di cuenta y me radiografié con una chapa en la pechera del jersey. Supongo que los médicos descartaron el cáncer porque los tumores con forma de mapa de Libia son poco comunes.

Sea como fuere, ya estábamos radiografiados. La primera fase de la operación chequeo había sido completada con brillantez, y ya solo quedaba el colofón:

Los analisis de sangre . . .



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