lunes, 22 de abril de 2013

Haciendo el bereber II



Karím accedió finalmente a rezar, y yo, aun a sabiendas de que mi presencia no era requerida, estaba lejos de resignarme a esperar en la puerta y perdérmelo todo.

 Hay una parte de la mezquita libia que no le está vedada a nadie: el servicio. Se divide en dos partes, una normal, con tazas del wáter y lavabos, y otra acondicionada para realizar las abluciones.

El musulmán ha de purificar su cuerpo antes de rezar; para esto, arrastra (traducción casi literal) las impurezas con agua, tres veces las manos, tres veces los antebrazos, tres veces los pies, una la cabeza (quizás me haya hecho un lío con el número de veces). Si no tienes agua, puedes utilizar arena.

Así pues, la parte de los servicios dedicada a las abluciones se compone de una especie de bidés con un poyete delante, de modo que lavarse es sencillo. Mucho más que hacerlo en un lavabo tradicional (¿alguna vez habéis visto a un árabe lavándose los pies en el lavabo de alguna estación de servicio? Pues seguramente se disponía a rezar). Sin embargo, esta disposición tan práctica no impide que el agua se vierta por todas partes, con lo que el suelo es un modesto lago de Covadonga.

El ablucionario (¿?) en cuestión estaba dispuesto en círculo, todos sentados en torno a una gran fuente central. Yo pasé al servicio normal haciéndome un poco el remolón, mientras los fieles me miraban con curiosidad. Tardé poco en salir para esperar a Karím.

Mi fiel compañero apareció tras un par de minutos, y me dijo que le parecía muy feo dejarme allí solo mientras él rezaba; ya me alegraba yo porque iba a asistir a mi primera misa, cuando me anunció que rezaría fuera, conmigo.

Ver rezar a la gente no me interesa especialmente, lo veo casi cada día: el orante en cuestión se sitúa mirando a La Meca, y suele comenzar el rezo con la primera sura del Corán, que correspondería (en cierto modo) al Padrenuestro de los cristianos. Tras eso se recitan otras partes del Corán, se piden cosas, se agacha uno en ángulo recto, y después se arrodilla y coloca la frente contra el suelo/alfombra (hay hombres que tienen una marca en la frente, aún no sé si es por la fuerza con que se atizan, por la frecuencia con que rezan o por qué). Esto (las inclinaciones) se hace un número variable de veces, dependiendo de cuál de los cinco rezos diarios se trate.

Al acabar, como clara muestra de que la oración musulmana nació en comunidad, se mira a derecha y a izquierda y se desea la paz, aunque estés rezando en solitario. De hecho, muchos musulmanes no saben por qué se hace, y creen que es una simple tradición sin motivo (y no me lo invento, lo he preguntado varias veces y es lo que me han dicho).

Se disponía ya Karím a rezar junto a uno de los muros de la mezquita, cuando se nos acercó un hombre negro como la pez. Hasta yo entendí la charla:

-         ¿Qué haces rezando ahí? ¡Pasa a la mezquita!
-         No, es que estoy aquí con este amigo cristiano, y para no dejarle solo…
-         ¡Pues pasad los dos!
-         … bueno, mira, ya que estoy preparado, rezo y ya está.

Mientras Karím rezaba, el visitante y yo nos presentamos: se llamaba Omar, y era ni más ni menos que el almuédano de la mezquita en que nos hallábamos, el encargado de llamar a la oración. Nuestra charla llegó más o menos hasta ahí, y cuando Karím se nos unió, le terminó de explicar qué hacíamos en Jadu.

Omar se quedó callado, pensativo. Finalmente, nos dijo que había una gran comida popular en Jenaun (léase Chenáun), un pueblo cercano al que se llegaba bajando una pronunciada cuesta. Se ofreció a llevarnos para comer allí los tres juntos, pero había tardado tanto en decidirse a ofrecérnoslo, que nos mostramos reticentes:

-         No, gracias Omar, barak-allahu-fik, pero no queremos molestar.
-         ¡No es molestia! Lo que pasa es que no sé si mi coche podrá subir la cuesta para volver…

Y no exageraba. El coche de Omar tiene más años que La Tana, abolladuras hasta en las abolladuras, y su motor hace ruidos que resultarían sorprendentes hasta en el más experimental de los discos de Björk; sin embargo, a la tercera o cuarta intentona consiguió arrancarlo, y nos dirigimos felices y contentos a la segunda etapa de nuestro viaje.

En Jenaun nos recibieron como a reyes. Tardaron un rato en creerse que el único extranjero era yo, y es que Karím parece más de Wisconsin que de Tajoura, pero su inmaculado árabe libio acabó por convencer a la concurrencia.

Comimos en una enorme sala, un lugar que pertenece a todo el pueblo y que, normalmente, se utiliza para celebrar bodas y entierros; es peculiar lo poco aprovechados que están los espacios en este país, y es que la disposición tradicional de un salón, herencia directa de la jaima o tienda más o menos nómada, consiste en situar multitud de cojines contra la pared, dejando el centro libre; esto es lo lógico en una pequeña habitación o en una pequeña jaima, pero en un salón de 70 metros cuadrados consigues que la mayor parte del espacio quede vacía.

Sí, yo diría que cabemos todos.


Pese a todo, los libios son ruidosos como el que más, así que no hacen falta muchos para hacer que un estadio de fútbol semivacío parezca lleno; la mayor parte de la gente ya había comido, y disfrutaban de un té verde con menta bien repanchingados en los cojines. A nosotros nos ofrecieron macarrones ultracocidos con garbanzos y zanahoria, además de aceitunas y pimiento verde picante (fil fil ajder).

Omar, Karím y yo comíamos con apetito, y tras el té, Mister Ibrahim se ofreció a enseñarnos la parte vieja de Jenaun.

Mister Ibrahim se convertiría en nuestro guía y compañero mientras estuviéramos en Jenaun. Es un hombre de unos setenta años, alto, habla un inglés más que correcto y fue piloto de guerra hasta que decidió dejarlo, felizmente para él mucho antes de la revolución del 17 de febrero.

Casi todos los pueblos bereberes de la Sierra de Nafusa han evolucionado de la misma manera, que se resume en el abandono total. Sus abigarradas calles y sus casas talladas en la roca a modo de cuevas no eran fáciles de adaptar a las comodidades modernas, al agua corriente, la luz eléctrica o los coches aparcados en la puerta, por lo que sus habitantes terminaron por matar al perro: abandonamos el pueblo, y nos construimos otro justo al lado.

Así, Jenaun, Jadu y todos las poblaciones de la zona están duplicadas; por un lado el pueblo actual, que en nada se diferencia de cualquier otro pueblo, y por otro el asentamiento primitivo, abandonado generalmente a mediados del siglo XX. Lo llaman madina qadima, la ciudad vieja.

La ciudad vieja luciendo arrugas

Una calle de lo más concurrida

Arriba la cama, debajo el armario



La cocina


Mister Ibrahim nos paseó por las calles de Jenaun, una pura ruina, y nos iba contando qué era cada edificio, ya que él se crió ahí, una de las últimas generaciones que lo hizo: eso es la escuela, esa era la casa de mi abuelo, aquí estaba la herrería, aquí nací yo.

El cuarto donde nació me impresionó muchísimo. No porque no haya estado antes en una casa-cueva (sin comentarios, me voy a África para terminar visitando Las Musas), sino por lo parecida y lo diferente que me resultaba: los falsos techos construidos igual, pero con madera de palmera. Las paredes encaladas, pero con motivos árabes y bereberes. Los utensilios de labranza y de vida diaria exactamente iguales, y a la vez diferentes, como encontrarte con tu hermano gemelo tras toda una vida separados y sin saber de la existencia del otro.

No lo parece, pero lo de los agujeros es un cerrojo, y al lado su llave.

El que haya estado en una casa-cueva sabe que son sitios donde es imposible aburrirse, aunque solo sea explorándola y viendo hasta qué profundidad llega. En Nafusa, es común que las casas estén comunicadas entre sí, o que haya pasadizos subterráneos que salgan del pueblo discretamente (en caso de guerra, se entiende). Así, podéis imaginaros el retoce que me di, y cómo termine de polvo (las casas abandonadas no las barren a menudo).

Completamos la visita dentro de la almazara, el molino de aceite, el cual movían no con un burro, como solía hacerse en España, sino… efectivamente, con un dromedario. Por lo demás, el proceso es exactamente igual (la rueda de molino, los serijos, la prensa… no por nada almazara es una palabra árabe).

El dromedario lleva años en paro, pero lo sacaron para la ocasión

Tras firmar en el libro de visitas del pueblo, volvimos al campamento base para organizar nuestra siguiente etapa: la convivencia bereber en la ciudad vieja de Wifat.




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