miércoles, 13 de febrero de 2013

Cariño, traigo invitados a cenar


La hospitalidad árabe es proverbial, y Libia no hace sino confirmar el tópico. Si un libio os invita a su casa, ya sea para comer, cenar o dormir, durante el tiempo que paséis en su casa seréis los amos del cotarro, y los habitantes del lugar, vuestros sirvientes (o, mejor dicho, sirvientas, ya que el hombre invita y la mujer trabaja).

A grandes rasgos, la invitación a comer suele transcurrir así: uno se descalza en la puerta y es conducido al salón, toma asiento, y se cierra la puerta; al poco rato, alguien llamará, el anfitrión saldrá, y reaparecerá portando mágicamente una bandeja con dulces, frutas, té, leche, dátiles, cualquier tipo de aperitivo. Tras pasar algo más de tiempo, llamarán nuevamente a la puerta, indicando que podemos salir al comedor.

Al entrar a la casa ya estuvimos en el comedor, y su mesa (o alfombra) estaba vacía, pero ahora está repleta de comida y bebida; damos buena cuenta de lo que las mujeres de la casa han preparado, y volvemos a la sala de estar, cuya puerta cerraremos, y esperaremos pacientemente a que una mano invisible llame, anunciando la llegada del postre, generalmente fruta.

Tras un rato de charla, nos retiramos educadamente, y podremos apreciar que la mesa (o alfombra) del comedor vuelve a estar despejada, como si nada hubiera pasado. Uno se pregunta si los libios conviven con mujeres o con elfos domésticos.

Todo esto está muy bien, pero ¿qué pasa si se da la situación contraria? ¿Qué ocurre cuando el europeo es anfitrión, y los libios invitados?

Hace un par de días tuve ocasión de comprobarlo, ya que invité a cenar a mis amigos Ghaleb, Ahmed, Mohamed y Karím.
  

Todos ellos han sido alumnos míos. Con Ghaleb, Ahmed y Mohamed quedo de vez en cuando, vamos a una pizzería, a un bar, y en una ocasión a casa de Ghaleb, donde su madre nos agasajó con sopa de pescado y lenguado a la plancha. En cuanto a Karím, él se trata de un caso aparte, ya que ni siquiera es libio, sino sirio.

Cuando estalló la revuelta en su país, se encontraba casualmente en Libia, visitando a unos hermanos que tiene viviendo aquí. Ahora podría volver, pero entre que están en guerra, y que los viajeros procedentes de Libia no son bien recibidos (el régimen considera, y con razón, que Libia está apoyando la revuelta siria con armas y combatientes voluntarios), no se decide a hacerlo.

En cuanto al convite, la noche anterior preparé crema de calabaza (me quedó espectacular) y una tortilla de patatas, y el día mismo del ágape, ensalada verde y ensalada de arroz, tomate y queso: una cena ligera, con algo caliente (por aquí también hace frío), y con toque español. Vamos, la bomba.

O al menos así lo veía yo.

Mis invitados llegaron, nos saludamos tiernamente (los libios se dan la mano, pero si hace tiempo que no se han visto, se dan dos besos o, en su defecto, juntan los parietales, en un gesto que me da bastante cosica), y pasamos al salón, que es a la vez mi cuarto.

Si yo fuera libio, habría cerrado la puerta y habríamos esperado a que mi mujer, mi hija, mi nuera, cualquier ser provisto de matriz (no hablo despectivamente, sino ateniéndome a la realidad del país) nos llamara para comer; sin embargo, soy español, y además soltero, así que me fumé un cigarro con mis amigos, conversamos un rato, y me retiré para poner a punto la cena.

Cuando todo estuvo servido, nos dirigimos al comedor y serví el puré-crema, tras lo que volví a la cocina porque se me habían olvidado las bebidas; cuando regresé, noté cierto ambiente confabulatorio instigado por Ghaleb, así que le pregunté:

-         Ghaleb, ¿pasa algo?
-         No, es que… es que no me gusta el puré. No este, ninguno, tengo esa manía.
-         Oh – le entiendo perfectamente, yo antes no comía prácticamente de nada salvo pasta y arroz, así que siento mucha empatía cuando a alguien no le gusta algo -, vaya, no sabía, ¿quieres que te haga otra cosa?
-         No, no, como más tortilla y ya está.

La comida siguió agradablemente, aunque los libios, cuando comen, comen y no hablan. Al poco rato, Mohamed me demostró que el libio, igual que ofrece hospitalidad ilimitada e incondicional, la exige:

-         Lorenzo, yo como con mucho pan.

Sí, el muchacho es sutil. Así que, aunque había bastante pan, fui a la cocina a buscar más, para que no se pusiera nervioso.

Cuando volví, pude comprobar que solo Karím se había terminado el puré (que, repito, estaba objetivamente buenísmo), y percibí además un nuevo ambiente conspirador, esta vez instigado por Mohamed. Me atreví a preguntar de nuevo:

-         ¿Pasa algo?
-         No, no…
-         Venga chicos, no tengáis vergüenza.
-         Bueno, nos preguntábamos si tendrías atún.
-         ¿Atún?
-         Sí, ya sabes, atún en lata – les miré de hito en hito (expresión que uso por primera vez en mi vida), y repetí mi pregunta - ¿atún?
-         Sí, es que le va muy bien a la ensalada.
-         Bueno, creo que sí, voy a mirar.

Así que me levanté de nuevo, rebusqué un poco y sí, encontré dos latas de atún, de las cuales llevé una a la mesa, y la añadí a la ensalada; para mi consternación, los tres libios (Karím no, no sé si porque no quería, o porque es mu cumplío) se abalanzaron sobre el sucedáneo de pescado armados con un trozo de pan, y se hicieron improvisados bocadillos apartando cuidadosamente la ensalada. Un poco confuso, me levanté a por la otra lata de atún.

Por fin parecía todo en orden, la tortilla había volado (eso sí gustó), y conseguí acabarme mi ración de puré (frío no estaba tan bueno), cuando noté que tampoco tocaban la ensalada de tomate; tomate, queso y arroz, ningún ingrediente extraño, así que hice de tripas corazón y pregunté:

-         ¿No os gusta el tomate?
-         Sí, sí – era de nuevo Mohamed el que hablaba -, pero a los árabes no nos gusta el tomate crudo, sino cocinado.
-         ¿Cómo? ¿Cocinado?
-         Sí.
-         Pero cómo, ¿asado?
-         Por ejemplo.
-         ¿Y en la ensalada? También le ponéis tomate crudo a la ensalada.
-         Sí, pero no arroz – ante este comentario, todos se rieron levemente, como diciendo con complicidad: arroz y tomate, ¡qué disparate!
-         Bueno, la verdad es que en España sí que lo hacemos.
-         Pues aquí no. Aquí, por ejemplo, hacemos arroz con leche.

Pasé de comentar que en España también. Poco a poco todos acabamos de comer (Ahmed llevaba ya mucho rato parado, con cara de querer fumar, y yo apenas había probado bocado entre tanto ir y venir), y les propuse volver a mi cuarto, donde serví plátanos, naranjas y kiwis. Al parecer, la frutería a la que suelo ir sí que es de su agrado, porque arramplaron con todo.

De paso, el barrio decidió que era un buen momento para obsequiarme con el primer combate callejero desde que vivo aquí: primero escuchamos unos gritos, una discusión, y como buenos libios salimos en tropel al balcón, con la sana intención de alcahuetear; no podíamos ver a los protagonistas de la pelea, pero estaban cerca, en una calle adyacente.

De repente, se desató un tiroteo infernal, y nos pasamos al cuarto a la carrera. Por suerte, el asunto duró poco, y los gritos decían que no había habido heridos.

Al rato se marcharon, dándome las gracias por todo y emplazándonos a la próxima ocasión.

Por mi parte, sé que no había mala intención en su desprecio absoluto hacia la comida que trabajosamente les había preparado, simplemente, aquí funcionan así; bien es cierto que hay maneras y maneras, y gente de más edad habrían tragado con todo y me habrían dicho que jamás habían probado delicias semejantes, pero estos amigos son jóvenes y directos, y es también parte de la cultura: el invitado es el rey, y si algo no le gusta, lo dice.

Y tonto yo, en realidad, ya que era consciente de que los libios son muy malos para comer cosas a las que no están acostumbrados (Hamza se lleva latas de atún cuando va de viaje, porque dice que en ningún sitio sabe como aquí), y debería haberme curado en salud, haber hecho siete tortillas de patata (¿a algún ser humano no le gusta?), y punto pelota.

Mi velada concluyó frente a la tele, comiéndome yo la ensalada de tomate mientras veía la segunda parte de Crepúsculo (hay que ver lo mal que lo pasan todos por amor, y la de seres de inframundo que viven en el pueblo de la chica, ni que fuera prima de Buffy), y planteándome seriamente si no dedicarme plenamente a ser invitado, y dejar lo de ser anfitrión para cuando vuelva a España.

Y os invito a probar mi crema de calabaza cuando vuelva por allí. Los lo juro, estaba deluxe.


Actualización enero 2013: hace poco vino Hamza a cenar a mi casa, y como ya me conozco el percal, le preparé una gorda, jugosa y atractiva tortilla de patatas. Cuando la puse en la mesa, dijo que tenía una pinta buenísima, le sacó varias fotos y me dio palmaditas en la espalda.

Acto seguido la probó, pero antes... ¡le esturreó medio bote de salsa picante por encima! El amarillo de la tortilla era apenas apreciable bajo el rojo de la harissa, y mientras comía (sus papilas gustativas pidiendo quizá socorro ante el exceso de pimiento picante) repetía "¡hmmmm, Lorenzo! ¡Esto está buenísimo!".

Suspiro.

3 comentarios:

  1. Sólo en el primer párrafo lo has explicado divinamente. Como mola ser invitado a una casa árabe. Eres un rey (o reina en mi caso). Uy legan los jefes, tengo reunion!!

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  2. Oyes, se me ocurre una cosa, seguro que no es original. ¿podría ser que como tienen a las mujeres a s completo servicio, más que anfitriones eedicados sean en el fondo niños malcriados? Lo digo porque parecen estar acostumbrados a que esté todo a su completo gusto. Héctor.

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  3. Qué bueno volverte a tener por aquí! Pues a lo mejor es lo que tú dices, la verdad es que no tienen muy en cuenta el esfuerzo que supone llevar una casa, vale como ejemplo la costumbre de comer fuera: la madre/nuera/llámalo x prepara la cena, y los hijos van a cenar o no, según les apetezca, y ni avisar ni historias.

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