Parece que he
encontrado piso. No es seguro, no confío en la palabra de nadie desde el
momento que me dicen insh’allah, pero en principio lo tenemos
apalabrado. ¿Tenemos? Sí, tenemos. Parece que se incorpora un nuevo personaje a
mi vida.
Rudolf es un periodista
alemán. Nos conocemos por medio de Maria Valquiria, y es bastante majo. Es
alto, tiene cuarenta y tantos, mucho sentido del humor y, como buen periodista,
está bastante enterado de todo, lo cual da mucho gusto. Cansado de vivir en un
hotel, manifestó su interés por mudarse a mi piso, pero claro, para los
estándares germanos mi piso no es gran cosa y, sobre todo, no tiene acceso a internet,
instrumento imprescindible en su trabajo.
¿Cómo solucionarlo?
Cambiando de piso. Nada que yo no tuviera en mente.
El caso es que hay
un piso en concreto, y uno muy bueno además: en plena Plaza de Argelia, al lado
de la mayor mezquita del centro, que originariamente fue una catedral italiana.
Se trata de, techos altos, un amplio balcón, habitaciones grandes, dos baños,
terraza… parcialmente amueblado, televisión con satélite (aquí no se concibe lo
uno sin lo otro) e internet. Casi como el mío, vamos. Y por el mismo precio.
En el futurible
apartamento vive actualmente una familia, pero quieren mudarse al campo, a una
casa con jardín; Rudolf y yo fuimos a ver la casa, convinimos un precio,
hablamos de distintas cosas… lo meditamos un par de días, y en un momento dado
volvimos para llegar a un acuerdo definitivo. La cosa fue así.
Llegamos al piso, y
el hijo mayor nos recibe con mucha amabilidad. Habla inglés. Nos descalzamos
(hay que descalzarse siempre que se entra en casa de alguien) y pasamos al
salón, donde la hija mayor (que también habla inglés) nos sirve pastas y café
árabe (me voy acostumbrando, pero me sigue sabiendo a caldo de pollo con
achicoria y azúcar). Al poco rato entra la madre (que no habla inglés), y
finalmente el padre (que sí habla inglés).
La situación era
bien curiosa: imaginaos un salón con estanterías repletas de figurillas más o
menos horteras, con uno o dos tresillos color pastel, de estos que parecen más pensados
para quitarles el polvo que para sentarse en ellos. Añadidle unos visillos
rosas que impiden la entrada a cualquier rayo de sol y una alfombra enorme; sí,
parece el salón de casa de la abuela, pero en lugar de una foto del nieto en la
jura de bandera, de la pared cuelga un cuadro en el que está escrita la primera
aleya del Corán. Sumadle al escenario dos mujeres con túnica y hiyab, dos
hombres con bigote y toga, un alemán con cámara de fotos y un español con ganas
de llegar a un acuerdo cuanto antes.
Pero claro, eso no
iba a ser posible.
En Libia, imagino
que como en cualquier país árabe, no se negocia, se requetenegocia, y no se
habla, se hiperhabla; yo sigo sin entender bien por qué, de hecho, no me puedo
imaginar bien de qué hablan tanto, pero es así. Conscientes de que un alemán y
un español que no hablan árabe son pésimos negociadores, habíamos convenido que
vendría también Alaidin, un libio políglota que es amigo e intérprete de Rudolf
(y sí, se llama como el de la lámpara maravillosa).
Como era de
esperar, Alaidin llegó tarde a la cita, para cuando quiso aparecer ya nos
habíamos acabado el café y habíamos negociado bastante. ¿Pero por qué negociar
una vez pudiendo negociar dos, como diría un buen libio?
La cosa no empezó
demasiado bien que digamos, ya que Alaidin entró hasta el salón con los zapatos
puestos, de hecho el pobre padre de familia se vio obligado a pedirle que se
descalzara (digo pobre porque en Libia es motivo de vergüenza no tratar
a un invitado como si fuera el dueño de la casa, pero claro, que éste se pasee
con los zapatos puestos exaspera hasta al mejor anfitrión).
El ambiente, sin
embargo, no se enrareció, y la discusión siguió en un tono agradable. La
familia parece ser muy buena gente. No voy a aburriros con el contenido de la
conversación, sólo comentar que entendí un montonazo de cosas antes de que
Alaidin las tradujera (yuju!), y que allí hablaron del piso en particular, de
la situación inmobiliaria libia en general, de que un sobrino del pater
familias está buscando trabajo, de Gadafi, de la época en que los turistas
visitaban libia y de cómo funcionan los hospitales en Alemania. Rudolf, que
entiende aún menos que yo, terminó por preguntarme:
-
No
paran, ¿entiendes algo de lo que dicen?
-
Sí
que entiendo algo de lo que dicen, lo que no entiendo es por qué lo
dicen.
Eventualmente
llegamos todos a un acuerdo, nos estrechamos muchas veces la mano, nos tomamos
otro café (noooooooo) y nos fuimos de allí muy contentos. Tengo casa.
Insh’allah.
Y se me olvidaba…
el apartamento está en un primer piso; en el segundo piso, justo encima, vivía
Maria Valquiria hasta hace poco… sí, mis dear acompañantes, después de tantas
vueltas y revueltas, retorno al sitio donde empecé, ¿será esto tropezar dos
veces con la misma casa?
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