22 de junio
Hace un par
de semanas, un alumno me propuso que fuéramos a la playa, y muy contento le
dije que sí; sin embargo, al día siguiente Maria Valquiria preguntó si nos
apetecía ir a Sabratah, así que llamé a mi alumno y le pedí que lo dejáramos
para el viernes siguiente. El viernes siguiente pasó, y el siguiente, y no
hablamos más del tema; aunque mi alumno se comportaba con normalidad, temí que
se hubiera ofendido, así que el miércoles pasado le pregunté si aún le apetecía
que fuéramos a darnos un chapuzón.
-
Claro
- me contestó -, ¿este viernes?
-
Estupendo - le dije.
-
Muy bien, podemos encontrarnos a las seis y media en la Plaza
de Argelia, y estar en la playa hasta las doce.
-
¿No hará un poco de frío a las doce?
-
A las seis y media de la mañana.
Copón. Sí
que se lo toman en serio, lo del ocio. Me parecía una hora algo temprana, pero
bueno, sarna con gusto no pica, y además el tema lo había sacado yo, de modo
que accedí con entusiasmo.
Así las
cosas, esta mañana el despertador sonó a las cinco y media. Maldiciendo mi
suerte me tomé un café y unas tostadas y, bien embadurnado en protector solar,
salí a la calle.
Nada más
comenzar a andar, la situación me empezó a gustar más. Trípoli se vacía de
gente los viernes, pero a las seis y cuarto de la mañana no había ni un alma;
pájaros cantando, abejorros zumbando, yo. Ni un coche, ni un libio
preguntándome how are you, la ciudad para mí.
Después de
esperar cinco minutos frente a la preciosa mezquita de la Llamada de la
Religión (algún día me aprenderé el nombre en árabe), mi alumno llegó; es un
médico anestesista alto y algo regordete, tiene una sonrisa amplia y
blanquísima, y lleva unas gafas de lentes ahumadas, como las que solía usar mi
abuelo, pero en versión joven. Me ha dicho que, la primera vez que me vio,
pensó que era libanés o sirio; luego pensó que era un poco imbécil, porque por
lo visto me deseó la paz (salam aleikum), pero en esos días a mí todo me sonaba
a chino, así que no me debí dar cuenta y no contesté. Al descubrir que soy
español, cambió de opinión sobre mí, y se acercó a presentarse: hallo, mein
Name ist Doktor Ahmed, lo cual está muy bien, es como decir hola, soy el
doctor Pepe.
Subí al
coche y nos dirigimos hacia el este, hacia Tajoura. El sol apenas se alzaba
sobre el horizonte, aún quedaban restos rojos del amanecer sobre el mar, pero
ya la ciudad estaba envuelta en esa niebla color cristal que tiene la mañana.
Por el camino Ahmed me explicaba cosas: aquí veraneaba la mujer de Gadafi, aquí
estaba el aeropuerto americano, aquí vivía el hijo del rey a mediados del siglo
veinte… en un momento dado pareció preocupado:
-
¿Qué pasa?
-
Nada, que no hay tiendas abiertas, y tenemos que comprar agua y
algo de comer.
-
Ah, pero yo he traído agua y unas galletas.
Hizo como
si no me hubiera oído. Aquí, de momento, sigo siendo el invitado, y no se me
permite pagar, ni poner la comida, ni nada por el estilo. Al final encontramos
una tienda, y el Doctor Ahmed compró agua y galletas.
Primera
playa: tenía dos entradas, una hacia unos cuantos barracones, otra hacia playa
desnuda. No nos dejaron entrar a los barracones, están reservados para
familias, para que las mujeres puedan esconderse a gusto y los niños tengan
sombra. Los hombres que vigilaban la entrada estaban regando el suelo de tierra
con una manguera; lo hacen para que el viento no levante polvo y arena, e
incluso tienen un verbo específico para dicha actividad (por desgracia, ya se
me ha olvidado).
Entramos a
la playa sin barracones, y nos bajamos del coche a inspeccionar.
-
¿Qué te parece?
-
Bueno…
- Resultaba difícil ver la arena debido a la cantidad de alfombras carcomidas, papeles,
botellas, bolsas y plásticos en general. Me costaba apartar la vista de un
enorme bidón oxidado - … no sé, ¿tú que opinas?
-
Está un poco sucia. ¿Vamos a otra? – si te empeñas…
Segunda
playa: ni barracones, ni tanta suciedad. El agua muy clara, mucho espacio libre
(las siete y cuarto de la mañana, qué te esperas). Al entrar nos cruzamos con
un coche, tres libios con cara de sueño, habían pasado la noche allí.
Nos cambiamos
de ropa junto al coche. El sistema está muy bien: te pones una túnica llamada horka,
te quitas los pantalones, te pones el bañador, te quitas la túnica.
El mar de
Trípoli es un gigantesco lago. En el tiempo que llevo aquí, no he visto ni una
sola ola, da igual el viento que haga, da igual que llueva, no he visto el mar
agitado ni una sola vez. A cambio, es de un agua cristalina, y de mil colores,
azul oscuro y claro, verde, turquesa, blanco. Peces no se ven.
Los hombres
se suele bañar con camiseta, pero no sé por qué. Le pregunté a Ahmed si es por
el aura, la parte del cuerpo que no se puede mostrar (en el torso del
hombre es desde casi la cintura hasta el cuello), pero me dijo que no, que a
nadie le preocupa eso. De hecho, ambos nos bañamos sin camiseta, y no éramos
los únicos. En cuanto a las mujeres, se bañan vestidas tal cual: se descalzan y
al ataque, con vaqueros y camiseta, o con el atuendo tradicional, esas túnicas
hasta los pies que también suelen llevar. Federico Barbarroja se bañó vestido en
un río poco profundo y se ahogó, pero eso no parece preocuparles.
El agua
estaba fría, buenísima. Pasamos una hora charlando en el agua tranquila, como
en una piscina, de vez en cuando unas brazadas, un rato panza arriba, el sol
cada vez más alto, ni una brizna de aire. De pronto me fijé en un grupo de
chavales que estaban… ¡montando un andamio! Una vez preparado, lo metieron al
agua y empezaron a subirse a él por turnos para saltar, saltar con cuidado,
porque la profundidad era más o menos de un metro. En Trípoli tienes que andar
casi medio kilómetro hasta dejar de hacer pie definitivamente, a no ser que te
bañes en el puerto, lo cual es poco aconsejable.
No es la foto que queria subir, pero en fin |
Efectivamente,
estuvimos en la playa hasta las doce: agua, cigarro, agua, galletas, cigarro…
después de quitarnos el bañador cubiertos por el horka, Ahmed me acercó
a casa, donde me duché, descubrí que me había quemado la espalda (no me atrevo
a pedirle a nadie que me dé cremita, como supongo comprenderéis, así que hago
lo que puedo yo solito), y me dediqué a una de las cosas que España y Libia
tienen en común: el amor por la siesta, que los libios llaman gaila.
la verdad es que como fotógrafo no tienes precio!!!el o.n.i. (objeto no identificado) está muy bien encuadrado, jejejejeje
ResponderEliminarLa Parda Objetiva
Pues espera que les de a las suecas por ir...
ResponderEliminarMuy bien! Puntualidad británica.
ResponderEliminarLos Mohamed Landa de por aqui estaran encantados, no te quepa duda
ResponderEliminarVamos... que pocos tanguitas por allí, ¿No?
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