viernes, 6 de julio de 2012

Los muertos de Trípoli


9 de junio

Lo más interesante de los viajes es ver cómo vive la gente en los sitios que visitamos; sin embargo, no lo es menos descubrir cómo se conducen con la muerte, cómo tratan a sus muertos. Es por esto que me gusta visitar cementerios allá donde voy, no es una prioridad, pero si tengo la ocasión, suelo hacerlo.


Los cementerios españoles me disgustan bastante: enormes aparcamientos, frías explanadas de cemento donde los muertos se alinean codo con codo, la muerte tan presente que no deja espacio ni a las plantas. Los cementerios alemanes, en cambio, son bonitos y tranquilos jardines, los muertos en contacto real con la tierra, árboles y hierba por doquier. Cuando vivía en Alemania, solía sentarme a leer en el cementerio de mi barrio, en un banco junto a la tumba de un compositor famoso.

Hoy he visitado el cementerio de mi nuevo barrio, Belher. Es uno de los cementerios más antiguos de Trípoli, y, por lo que sé, está lleno, ya no entierran a nadie allí. Los viernes abren las puertas para que la gente pueda visitar a sus difuntos, así que hoy he aprovechado la circunstancia para dar un paseo por él, y, la verdad, ha sido toda una experiencia.

Ni mis palabras, ni fotos; no creo que nada pueda ayudarme a expresar lo que he sentido en ese lugar, extraño, quizás exagerado por mi parte, no lo sé. Entré a la una del mediodía, sudoroso bajo un sol de justicia, saludando a los suspicaces porteros. Ya a la entrada me di cuenta de que el cementerio no era como los españoles, ya que árboles bajos, matorrales y arbustos lo cubrían todo, no veía ninguna tumba, y dos estrechos y sinuosos senderos se abrían paso entre la maleza. Tomé el de la derecha.

Tras veinte segundos de camino, había entrado en otro mundo; zumbidos de insectos y frotar de hojas movidas por el viento se habían impuesto al habitual tronar del tráfico, el aire era más fresco, una poderosa sensación de respeto, de intrusión, me habían invadido. Pronto vi las primeras tumbas: mucho más pequeñas que las españolas, parecen ataúdes de yeso, una pequeña lápida en la cabecera anuncia el nombre y la fecha de la muerte, que no la del nacimiento. En casi todas hay un hueco, como un tazón, quizá para que el espíritu del muerto tenga algo que beber.




Tras un par de minutos siguiendo el sendero, caminando entre las tumbas, me di cuenta de lo grande que era el sitio, todo a mi alrededor maleza, palmeras, tumbas, cuestas, el único lugar de Trípoli que no es plano. De vez en cuando descubría un gran socavón, parecido a los que dejan las bombas, lleno de tumbas. No me atreví a bajar a ninguno, sobre todo porque en cada uno había una mujer de negro sentada junto a un muerto.

Había muchas pequeñas higueras, y todas estaban infestadas de pequeños caracoles. Ver caracoles en Trípoli es como ver cactus en Galicia, hace semanas que no llueve, pero ahí estaban, alimentándose de las higueras, matándolas, nuevos muertos para el cementerio atestado.

De vez en cuando me cruzaba con alguien, nos deseábamos la paz y seguíamos nuestros opuestos caminos. Me detuve en el centro mismo del lugar, rodeado de los muertos de Trípoli, rodeado por la naturaleza salvaje, la más salvaje de la ciudad, más parecido el lugar al campo que a otra cosa. Ningún sonido urbano me alcanzaba, pero no estaba tranquilo, el lugar no me invitaba a sentarme, me seguía sintiendo intruso.

Retomé la marcha, decidido a marcharme. Dirigí mis pasos al muro más cercano, pensando que, siempre que siguiera algún sendero, encontraría una salida. Así fue. Al poco rato vi una caseta, lápidas sin inscripciones, ataúdes. No había porteros. Aceleré un poco la marcha, no quería reconocerlo, pero tenía ganas de salir de allí. A los pocos segundos estaba en el lugar.

Entonces la vi.

Apoyada en la caseta, rodeada de lápidas y ataúdes, estaba sentada una mujer. Digo que era una mujer porque llevaba el típico velo blanco libio, una prenda de cuerpo entero que no tiene cierres, por lo que las pocas ancianas que aún la usan la mantienen en su sitio con una mano o con la boca. No puedo decir que esta persona era una mujer, sin embargo, porque tenía la cara completamente cubierta por el velo.

Apoyada en la caseta blanca, rodeada por lápidas blancas, vestida con un velo blanco, no la vi hasta que estaba a dos metros de ella, y el corazón me dio un vuelco; tardé unos segundos en asimilar lo que estaba viendo, no estuve seguro de que era una persona hasta que no vi que se movía, un movimiento mecánico, un balanceo del torso hacia atrás y hacia delante. Creo que me vio, si lo hizo, fue a través del velo, pues su cara no apareció en ningún momento. Era una imagen de pesadilla, una momia entre las tumbas, un espíritu, la sábana blanca, el balanceo. Ni siquiera saludé, pasé a su lado aterrorizado, y salí del cementerio más rápido todavía.

Una vez en la calle, me detuve, respirando deprisa. No era más que una anciana, supongo, pero me dio el susto de mi vida. La llevé conmigo bastante rato, su mirada sin rostro, su cuerpo pequeño, oculto, su estampa de muerte en el hogar de la muerte. Igual los cementerios españoles no están tan mal.

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