9 de junio
Lo más
interesante de los viajes es ver cómo vive la gente en los sitios que
visitamos; sin embargo, no lo es menos descubrir cómo se conducen con la
muerte, cómo tratan a sus muertos. Es por esto que me gusta visitar cementerios
allá donde voy, no es una prioridad, pero si tengo la ocasión, suelo hacerlo.
Los
cementerios españoles me disgustan bastante: enormes aparcamientos, frías
explanadas de cemento donde los muertos se alinean codo con codo, la muerte tan
presente que no deja espacio ni a las plantas. Los cementerios alemanes, en
cambio, son bonitos y tranquilos jardines, los muertos en contacto real con la
tierra, árboles y hierba por doquier. Cuando vivía en Alemania, solía sentarme
a leer en el cementerio de mi barrio, en un banco junto a la tumba de un
compositor famoso.
Hoy he
visitado el cementerio de mi nuevo barrio, Belher. Es uno de los cementerios
más antiguos de Trípoli, y, por lo que sé, está lleno, ya no entierran a nadie
allí. Los viernes abren las puertas para que la gente pueda visitar a sus
difuntos, así que hoy he aprovechado la circunstancia para dar un paseo por él,
y, la verdad, ha sido toda una experiencia.
Ni mis
palabras, ni fotos; no creo que nada pueda ayudarme a expresar lo que he
sentido en ese lugar, extraño, quizás exagerado por mi parte, no lo sé. Entré a
la una del mediodía, sudoroso bajo un sol de justicia, saludando a los
suspicaces porteros. Ya a la entrada me di cuenta de que el cementerio no era
como los españoles, ya que árboles bajos, matorrales y arbustos lo cubrían
todo, no veía ninguna tumba, y dos estrechos y sinuosos senderos se abrían paso
entre la maleza. Tomé el de la derecha.
Tras veinte
segundos de camino, había entrado en otro mundo; zumbidos de insectos y frotar
de hojas movidas por el viento se habían impuesto al habitual tronar del
tráfico, el aire era más fresco, una poderosa sensación de respeto, de
intrusión, me habían invadido. Pronto vi las primeras tumbas: mucho más
pequeñas que las españolas, parecen ataúdes de yeso, una pequeña lápida en la
cabecera anuncia el nombre y la fecha de la muerte, que no la del nacimiento.
En casi todas hay un hueco, como un tazón, quizá para que el espíritu del
muerto tenga algo que beber.
Tras un par
de minutos siguiendo el sendero, caminando entre las tumbas, me di cuenta de lo
grande que era el sitio, todo a mi alrededor maleza, palmeras, tumbas, cuestas,
el único lugar de Trípoli que no es plano. De vez en cuando descubría un gran
socavón, parecido a los que dejan las bombas, lleno de tumbas. No me atreví a
bajar a ninguno, sobre todo porque en cada uno había una mujer de negro sentada
junto a un muerto.
Había
muchas pequeñas higueras, y todas estaban infestadas de pequeños caracoles. Ver
caracoles en Trípoli es como ver cactus en Galicia, hace semanas que no llueve,
pero ahí estaban, alimentándose de las higueras, matándolas, nuevos muertos
para el cementerio atestado.
De vez en
cuando me cruzaba con alguien, nos deseábamos la paz y seguíamos nuestros
opuestos caminos. Me detuve en el centro mismo del lugar, rodeado de los
muertos de Trípoli, rodeado por la naturaleza salvaje, la más salvaje de la
ciudad, más parecido el lugar al campo que a otra cosa. Ningún sonido urbano me
alcanzaba, pero no estaba tranquilo, el lugar no me invitaba a sentarme, me
seguía sintiendo intruso.
Retomé la
marcha, decidido a marcharme. Dirigí mis pasos al muro más cercano, pensando
que, siempre que siguiera algún sendero, encontraría una salida. Así fue. Al
poco rato vi una caseta, lápidas sin inscripciones, ataúdes. No había porteros.
Aceleré un poco la marcha, no quería reconocerlo, pero tenía ganas de salir de
allí. A los pocos segundos estaba en el lugar.
Entonces la
vi.
Apoyada en
la caseta, rodeada de lápidas y ataúdes, estaba sentada una mujer. Digo que era
una mujer porque llevaba el típico velo blanco libio, una prenda de cuerpo
entero que no tiene cierres, por lo que las pocas ancianas que aún la usan la
mantienen en su sitio con una mano o con la boca. No puedo decir que esta
persona era una mujer, sin embargo, porque tenía la cara completamente cubierta
por el velo.
Apoyada en
la caseta blanca, rodeada por lápidas blancas, vestida con un velo blanco, no
la vi hasta que estaba a dos metros de ella, y el corazón me dio un vuelco;
tardé unos segundos en asimilar lo que estaba viendo, no estuve seguro de que
era una persona hasta que no vi que se movía, un movimiento mecánico, un
balanceo del torso hacia atrás y hacia delante. Creo que me vio, si lo hizo, fue
a través del velo, pues su cara no apareció en ningún momento. Era una imagen
de pesadilla, una momia entre las tumbas, un espíritu, la sábana blanca, el
balanceo. Ni siquiera saludé, pasé a su lado aterrorizado, y salí del
cementerio más rápido todavía.
Una vez en
la calle, me detuve, respirando deprisa. No era más que una anciana, supongo,
pero me dio el susto de mi vida. La llevé conmigo bastante rato, su mirada sin
rostro, su cuerpo pequeño, oculto, su estampa de muerte en el hogar de la
muerte. Igual los cementerios españoles no están tan mal.
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