Para
Laura y Francisco, cuya boda, por desgracia, seguramente me pierda.
El verano
ya está aquí, y con él os habrán llegado, estoy seguro, una multitud de bodas:
bodas de amigos, vecinos, compañeros de trabajo, familiares... supongo también
que os encantaría poder escaquearos de alguna, poder evitar el sobre, el traje
nuevo, la comilona, el desplazamiento… no me odiéis, pero yo estoy en la
situación opuesta: me invitaron a una boda, y estaba deseando ir.
Las bodas
en Libia duran, por lo menos, cinco días. Aún no sé exactamente en qué se
emplea todo el tiempo: sé que un día consiste en ir a la mezquita, firmar el
matrimonio frente al Imam y rezar; otro día se celebra con los amigos,
otro con la familia, otro con la familia política, pero no conozco el orden ni
lo que se hace exactamente, así que dejaré las explicaciones para otra ocasión.
A mí me
invitaron a la firma del contrato matrimonial y a la celebración de los amigos.
A lo primero no pude ir, trabajaba, pero la celebración con los amigos no me la
perdí, porque fue a las doce de la noche, y a esa hora no trabajo.
El novio es
Abdusaid, un amigo de Hamza. Trabaja cerca de mi calle, y me acerco de vez en
cuando a saludarle. Me invitó a la boda por medio de su hermano, y quedamos en
que me llevaría Abdulbari, otro amigo.
Abdulbari
es uno de mis favoritos dentro del grupo: es un tipo enorme, mide dos metros de
alto y uno de ancho, pero tiene una voz fina, como de hombre pequeñito, o
anciano, o enfermo. Fue el que me enseñó a jugar a la escoba cuando estuve de cena en la granja, habla algo de inglés, y me enseña algo de libio.
Nos
encontramos a las diez y media en el aparcamiento de mi calle, y, cómo no,
nuestro primer destino fue una cafetería, para tomar ese cafelito de medianoche
que tanto nos gusta en Libia.
La
cafetería está al lado de una de las pocas esculturas de Libia, una mujer
desnuda tumbada junto a un ciervo. Es bastante raro que semejante escultura
exista, dado que lo más que se ve por aquí del cuerpo de una mujer es su cara o
sus manos. Allí nos encontramos con Ahmed, el mayor del grupo, un señor de pelo
y bigotes blancos que cojea ligeramente y no para de reír, y Mohamed, un chico
más joven que yo que se parece muchísimo a Jim Carrey. Habla italiano muy bien,
así que hablamos bastante.
Nos tomamos
el café, charlamos (sigo sin enterarme de casi nada, pero cada vez meto más
frases chorras en la conversación), y a las doce levantamos el campamento para
ir a la boda. O eso creía yo, porque en realidad nos fuimos a una terraza del
centro para fumar una shisha.
A las doce
y media, Abdulbari dijo que teníamos que irnos, que ya era la hora de estar en
la boda. Dicho y hecho, nos subimos de nuevo al coche y nos marchamos.
La boda era
en Benashur, un barrio residencial de Trípoli, más caro que el centro y más
tranquilo. Aparcamos frente a la casa del novio: en la puerta, en sillas de
plástico, se sentaba la familia. Los amigos nos colocamos enfrente, sentados en
ladrillos de hormigón.
Pronto
comenzó a correr la bebida: botellas y botellas de agua mineral pasaban de mano
en mano, la gente hacía chistes y charlaba. Yo tuve una conversación gloriosa
de dos minutos sobre el sitio donde trabajo, supongo que mi interlocutor cree ahora
que soy fontanero en Alcobendas.
Me
intrigaba bastante una carretilla cargada de carbón encendido. Le pregunté a
muchos de los chicos: ¿es para una barbacoa? No. ¿Es para fumar shisha? No.
¿Es para saltar por encima? ¿Estás loco? No. Decidí esperar
acontecimientos.
A eso de la
una llegaron muchos coches pitando, entre ellos una limusina. Abdusaid había
llegado.
Aparcaron
en el otro extremo de la calle, luego vinieron hasta la puerta de la casa,
Abdusaid flanqueado por su hermano y su tío, los tres de traje y corbata.
Caminaban muy despacio, cogidos del brazo. Al final llegaron, y nos levantamos
para ir a felicitarles.
En Libia
los hombres se saludan a veces dándose dos o tres besos, y lo hacen como en
Italia, empezando por la mejilla izquierda. Felicitamos por turnos al novio y a
sus familiares (mabruk, mubarak), y comenzó la procesión.
En las
bodas, se acompaña al novio o a la novia desde su casa hasta el lugar del
banquete, se hace a pie y con música. Abría la marcha un hombre marcando el
ritmo con un bombo, a su alrededor cinco hombres más tocando una especie de
pandereta muy grande, con un asa, el mismo sonido que un yembé, pero con
metales tintineando. Descubrí entonces para qué era la carretilla y el carbón,
y es que las panderetas deben calentarse al fuego para que suenen bien.
Las
panderetas giraban lentamente alrededor del bombo, cada cierto tiempo una se
salía del ritmo general para hacer un alarde, cobrar protagonismo alterando el
ritmo, luego volvía a su lugar. También había una especie de dulzaina, la
típica flauta de encantador de serpientes, con un extremo en forma de bocina.
Tras los músicos caminábamos los demás, cantando una canción de boda (yo un
discreto lalala), cerrando la marcha, el novio.
La canción
fue ganando decibelios según nos acercábamos al destino, un salón de bodas que,
por cierto, estaba cerrado. El convite había sido el día anterior.
Cuando
llegamos a la puerta, se cambió de forma totalmente natural a otra canción,
esta vez a voz en grito, pero igualmente alegre. Cuando acabó, sin mediación
alguna, todos entonaron el tradicional Alá es el más grande, no hay más dios
que Alá, y al acabar alzaron sus manos a la altura del pecho, las palmas hacia
el cielo, y entonaron un breve rezo en honor a Dios y a los novios. Justo al
terminar, uno de los amigos reventó una de las panderetas contra el suelo, una
tradición que llama a la buena suerte.
Fin de la
ceremonia. En ningún momento vi a la novia, el novio se había casado solico, al
parecer.
Volvimos a
nuestros ladrillos, unos primos de Abdusaid trajeron sillas, pusieron música tradicional
libia y empezamos a bailar: ahí estábamos, unos treinta maromos, dándole a la
cadera, al pompis y a los hombros como shakiras en celo, bebiendo agua como
cosacos hasta que nos trajeron algo más fuerte (pepsi y naranjada), alguno
metiéndole billetes a otro por el cuello de la camisa, media hora con la misma
canción (habibi, mi corazón se derrite por ti), de repente todo se detuvo: a
cenar.
Nos
trajeron arroz dulce (ir de boda y comer arroz en vez de lanzarlo: está claro,
he salido de España), patatas rellenas de fruta, carne y hierbas, panecillos
con verduras y unos escalopes pequeñitos. Cenamos, fumamos un cigarro, pillé a
dos hablando de mí y se quedaron muy impresionados (hombre, soy un inútil, pero
la palabra “español” ya la entiendo), y nos fuimos todos para casa.
Me metí en
la cama a eso de las tres. Primera boda completada con éxito. A ver cómo es la
segunda.
Y ni una sola mujer en la fiesta??? Modelito, peluquería y tocado que se ahorran...
ResponderEliminarGracias por la dedicatoria... Si no vienes te echaremos muchísimo de menos. Aquí la celebración de la boda va desde que lo comniqué oficialmente en mi cumpleaños hasta.... Pues eso, hasta la boda. En fin, ya lo celebraremos cuando vengas. Un abrazo.
ResponderEliminarEntremeses y canapeses en agosto, no lo dudes! Pero conste que se lo sigo recordando a Maria Valquiria por si al final cuela!
ResponderEliminarNo viste a la novia porque eres hombre, supongo , y sería una familia tradicional de las que no mezclan a unos con otros para que no te den pensamientos impurísimos......
ResponderEliminarEl caso es que una vez vi una de refilón, en mi cuarta boda, de la que no hay entrada (aún). Iba tan tapada, tan recargada y tan llena de ropa y de colgajos, que más que pensamientos impuros te daban pensamientos falleros, o ganas de coronarla como la reina del carnaval de Tenerife.
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