martes, 15 de mayo de 2012

Yo me bajo en la próxima, ¿y usted?

En Trípoli hay un ejército que no utiliza armas, pero que no las necesita. Su número es alto, su visión, imponente, sus cotidianos desfiles, imparables. Es el ejército de las bulminas, el ejército de los autobuses urbanos.

Decir autobús es mucho decir; en realidad son furgonetas de las grandes, sentadas caben unas dieciséis personas, de pie en el pasillo otras cinco. Puedes coger la bulmina en la estación central, junto a cinco edificios de los que, por algún encantamiento o prodigio arquitectónico, es imposible ver más de cuatro, y que la gente llama Shisha Maqluba, botella del revés.

Hay paradas “oficiales” por toda la ciudad, esquinas donde se juntan dos, tres, cuatro bulminas. Los libios, por un sistema que se me escapa, son capaces de adivinar a dónde va cada una, de modo que se suben sin preguntar. Yo, que soy más inculto, llego a la puerta y pregunto si va a tal o cual sitio, y cuando me confirman que es la adecuada, me subo.

Las bulminas están decoradas por dentro, a gusto del conductor: banderas de equipos europeos de fútbol, fotos de lugares paradisíacos, de gente famosa o de bebés (?). Es común que tengan música a todo volumen, por lo general música tradicional marroquí o argelina. Hamza dice que los conductores de bulmina no se casan nunca, porque fuman hachís desde la mañana, porque beben alcohol y son en general gente de mal vivir, con lo que ninguna familia quiere cederles a sus hijas. Yo me fijo bien en su aspecto para saber hasta qué punto me juego la vida yendo en su autobús, pero de momento no he visto pistas que le den la razón a mi querido gurú.

Cuando se ha llenado el autobús, se arranca, nunca antes, y comienza la montaña rusa: acelerones, el motor a la máxima potencia (la cual, dado que son todos vehículos viejos, no es mucha), adelantamientos por la izquierda, por la derecha y por el medio, curvas cerradas, todo ello aderezado por la música a todo trapo y la gente balanceándose encima del pobre guiri español que va rezándole a san Cristóbal y a Perlita de Huelva. Entretanto, el asistente, porque ningún conductor va solo, va voceando las paradas, y los demás las voceamos también para que los de atrás se enteren. A veces se para en mitad de la autopista para recoger a alguien, a veces se para frente a una tienda para que el conductor se compre un refresco o saldo para el móvil.

Cuando llega tu parada, pagas el medio dinar que cuesta el viaje y besas el suelo que pisas. Y te prometes una vez más que nunca escucharás música marroquí.

Es curioso ver actuar a las mujeres en el autobús. Si se suben y no hay asientos libres, el hombre más cercano se levanta y les cede el suyo. Por otro lado, muchas no quieren sentarse al lado de un hombre, con lo cual es común que, al verlas dudar, alguno se levante para dejarles su asiento, si es que es un asiento exento, o su asiento y el de al lado, si es que son dos asientos geminados. Por lo demás, los conductores no paran de lisonjear a las chicas jóvenes. Parece que lo de que son solteros sí que es cierto.

El otro día me pasó algo increíble. Iba sentado en la bulmina, el asiento a mi lado vacío, cuando entró una mujer de las que van tapadas hasta arriba, solo a la vista los ojos. Tenía los ojos verdes más bonitos que he visto en mucho tiempo, aunque no sé si influyó el hecho de que no se veía ninguna otra parte de su anatomía.

El caso es que estaba yo ya por levantarme para cederle los dos asientos, cuando veo que se acerca y se sienta a mi lado. Me quedé sorprendido y tenso, temeroso de cometer alguna inconveniencia. Iniciamos camino en silencio.

Al rato me habló. Fue la primera vez que sentí miedo desde que estoy aquí. Me imaginé una trampa, un marido sanguinario a mis espaldas, esperando a que abriera la boca para molerme a palos. La mujer volvió a hablar, quería saber la hora. Se la dije, me dio las gracias, y empezó a hablarme: de dónde eres, en qué trabajas, te gusta Libia. Conseguí contestar con mis veinte palabras en árabe, lo cual fue muy satisfactorio, máxime cuando, aparte de ser un paleto en el idioma, el motor hace un ruido infernal y la música estaba a setecientos decibelios. Cuando nos acercábamos a mi parada avisó al conductor, y se levantó para dejarme salir. Apenas se despidió de mí. Es la primera vez, carnavales aparte, que hablo con alguien en persona y no sé qué cara tiene.

No sé cómo tomarme esta experiencia; esta mujer, seguramente oprimida, y sin embargo su tranquilidad para hablarme en público, sin importarle que acercara mucho la cabeza para poder entender lo que decía. Las personas, nacidas en un sitio, una cultura, unas normas, pero siempre personas, pensando y actuando como consideran mejor. Libia, África, El Mundo, ¿cómo podemos ser tanta gente y tan distinta? ¿Cómo pueden las personas y los pueblos sorprendernos tan a menudo, tanto los propios como los ajenos? ¿Cómo puede no gustarnos? ¿Cómo nos dirigimos tan a la carrera hacia un solo color, cuando el arco iris se queda corto para describir los mil colores de la gente? ¿No es mejor luchar para que todos los colores brillen más, para poder viajar y quedarnos con la boca abierta, para ver la diferencia y aprender unos de otros?

Estas y otras cosas pienso en la bulmina. Entre un sobresalto y otro la gente me habla, y yo escucho, y me queda claro que el mundo es grande, y la gente, más.

2 comentarios:

  1. Wow! Que filosófico te has puesto y "solo" porque la mujer de bellos ojos verdes, te dirigió unas palabras. No cabe duda, que se sintió atraída por tu encanto guiri, o simplemente tu encanto.
    Estoy totalmente de acuerdo contigo: Que bello es el mundo, que bella es la gente, y OJALÁ nunca deje de sorprendernos.
    Un beso
    Katxiri

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  2. Bueno, tengo mis momentos. Me pondria mas filosofico, pero la clave del humor parece haber triunfado, y me debo a mis fans ;)

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