Esta
semana hemos tenido que hacernos un chequeo; la típica revisión que se hace en
todos los trabajos, con el añadido de que, en caso de descubrir que padecemos
alguna enfermedad contagiosa, no nos renuevan el permiso de residencia. Como
podéis imaginar, esta formalidad, que en España te ocupa una hora (bueno, en
Valencia toda una mañana, pero eso es un caso especial), en Libia te cuesta
varios días.
Miércoles
9 de mayo, Día 1
Los
cuatro profesores, dos machos y dos hembras, nos encontramos a las ocho y media
de la mañana para ir al hospital. Una vez allí, lo primero es mostrar el
pasaporte y dar una foto de carné, con el objetivo de que nos rellenen un
formulario, nuestro salvoconducto a lo largo de varios edificios y burocracias.
Las mujeres se van por un lado, Markus y yo por otro. Es un poco raro separar
por sexos las filas que llevan a una simple taquilla, pero el caso es que se
hace así.
La
cola avanza más rápido de lo esperado, y en seguida nos toca: a Markus, que es
alemán, no le hacen mucho caso, rellenan su formulario y basta; a mí, viendo
que soy español, me dan toda la conversación del mundo, sobre todo fútbol. Ser
español es bastante ventajoso a la hora de conocer gente, está claro. ¡Menos
mal que entiendo algo de fútbol! Lástima que mi árabe crezca tan despacio, mis
aportaciones a la charla son bastante pobres: Piqué es más alto que Sergio
Ramos no es una afirmación que añada mucho a un debate sobre los centrales
de la selección.
El
caso es que obtenemos nuestro salvoconducto, un papel con nuestros datos y
nuestra foto: en el de Markus figuran sus dos nombres de pila y ningún
apellido, en el mío están mi nombre de pila y el apellido de mi madre. Espero
que no nos pidan muchas más veces el pasaporte, no quisiera pasar por
falsificador de documentos.
Finalmente
nos reunimos con mi jefa Maria Valkiria, y con la profesora que completa la
plantilla, Silke. Las dos son mujeres ya maduras, rubias y delgadas, y, aunque
ninguna es prusiana, ambas tienen ese aire marcial, duro, tan característico
del cliché alemán. Ya se han hecho las radiografías, el objetivo del día, así
que Maria Valkiria dice que se van, que nos hagamos las radiografías y cojamos
un taxi. Markus no da crédito a tanta solicitud y ternura por parte de la jefa (pensad
que llegó el día anterior), pero le tranquilizo y le digo que ya nos
apañaremos.
Obviamente,
no nos apañamos.
El
hospital no es muy grande, y no debería ser difícil encontrar el lugar donde se
hacen las radiografías; el problema es que todos los carteles están en árabe, en
que nadie nos hace caso, y en que los que nos escuchan no nos entienden. Tras
un rato de vagabundeo vemos a un chico con un formulario igual al nuestro, así
que me interpongo en su camino y, por gestos, le pregunto si va a la zona de
rayos x. Me dice que sí, que le sigamos.
¿Por
qué tenemos que hacernos radiografías? El motivo se remonta a mucho tiempo
atrás, a la época de la tuberculosis. Hubo tanta mortandad en este país, que,
si pretendes vivir aquí, tienen la precaución de echar antes un vistazo a tus
pulmones, como si viviéramos en el siglo de Bécquer y su enfermedad siguiera de
moda.
Nos
hallábamos pues siguiendo a nuestro improvisado guía, cuando vemos que nos saca
del edificio y que se aleja de él. No pensábamos tener que ir a otro sitio,
pero más sabe el loco en su casa que el cuerdo en la ajena, así que vamos
obedientemente tras él. En un par de minutos, nos dice que hemos llegado: ante
nosotros se alza un enorme camión cubierto de polvo y arena, estoy casi seguro
que es en el que iba Erwin Rommel cuando llegó a África. El chico nos lleva
hasta una fila de gente, le damos las gracias.
Se
accede al camión por una escalera sustentada en cajas de coca cola, la puerta
está abierta. La máquina de rayos x se ve desde el exterior, es una plancha
metálica y cuadrada fijada en una pared, medirá cincuenta centímetros de lado,
y lo que hay que hacer es ponerse en pie frente a ella, alguien la regula a la
altura del pecho, se aprieta un botón y suena un pequeño disparo. La operación
dura menos de un minuto, así que calculo que el operario que aprieta el botón
hace una media de trescientas radiografías diarias, lo cual no sería digno de
mención si tuviera una sala forrada de plomo desde donde hacerlas… en este caso
no la tiene, así que Markus y yo le deseamos calladamente que ya haya tenido
hijos y que haya vivido muchas cosas, porque el futuro que le espera, en fin,
es bastante x.
Cuando
íbamos a bajar del camión recordé las últimas palabras de mi jefa Maria
Valkiria: no olvides recoger un papel con un número, lo necesitamos para
recoger mañana los resultados. Giro sobre mis talones, y como puedo le
explico al Doctor Radiactivo lo que quiero. Esto es lo que me da:
Con
nuestra preciosa carga a cuestas tomamos un taxi y nos vamos al trabajo. Hemos
pasado una horita en el hospital, y hemos sobrevivido. A ver mañana.
¡Cuando nos veamos tendremos unas palabritas tú y yo sobre el "cliché alemán" y los aires marciales de las alemanas!
ResponderEliminarIch bitte um Verzeihung, soy un humilde e indigno hijo de los tópicos...
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