El otro día llegó el que será mi compañero de piso y de trabajo durante, al menos, diez meses. Se llama Markus, es alemán y parece bastante majo.
Es alto, gordo y lleva bigote. Tiene cara de árabe, y digo esto no desde mi opinión, sino porque la gente aquí le habla en árabe, y se sorprenden cuando les dice que no es libio. Tiene una risa escandalosa y ha sido cocinero profesional, lo cual no me viene mal del todo. Le conté la historia de nuestro piso homosexual y le encantó, nos hemos propuesto invitar al casero a una tarde de cine: Priscila, reina del desierto y un par de botellitas de popper.
La noche de mi cumpleaños nos compramos una Tabuna y nos la comimos en un parque que hay cerca de casa. Si alguien me hubiera dicho hace una década que celebraría mi trigésimo cumpleaños en Trípoli y en compañía de un alemán conocido el día anterior, en fin, lo habría dudado.
Markus está menos entusiasmado que yo con Hamza y Abdul (Abdul tendrá pronto un capítulo aparte): dice que cuentan demasiadas cosas absurdas, y que tener una conversación normal con ellos es imposible. Yo le doy la razón, pero apunto que, si queremos conversaciones normales, nos hemos equivocado de continente. Veremos donde acaba todo esto, en cualquier caso es agradable tener a alguien con quien hablar a la europea mientras fumamos un cigarrillo en el balcón. Espero grandes cosas de esta relación, como de toda mi relación con Libia, así que veremos poquito a poco, o como decimos en Trípoli, shueia shueia.
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