domingo, 23 de junio de 2013

Diga treinta y tres IV



Apenas unos días después de habernos enfrentado a un radiografiado intensivo, Silke, Frímann y un servidor volvíamos a encontrarnos con Mohamed, dispuestos a someternos a la última, aunque no por ello menos terrorífica, fase del esperpento: el análisis de sangre.


Al llegar al hospital, nos encontramos un panorama similar al que ya os describí hace unos días: un ejército de egipcios, tunecinos y bangladesíes hacían cola para obtener un puesto en la siguiente cola, que los conduciría a la cola definitiva. Decía Benedetti que Uruguay es la única oficina que se convirtió en país, pero creo que si hubiera pasado por Libia, habría dudado un poco.

En la fila de las mujeres (todo por separado, ya sabéis) había menos afluencia, y predominaban las libias.

En tanto Mohamed meditaba qué tipo de ardid, treta o enchufe podría permitirnos obviar la espera colándonos impunemente, Fríman y yo nos pusimos en la fila como dos más: los hombres que allí había, y que llevaban ya un buen rato esperando, nos hicieron hueco, nos buscaron el trozo de acera menos sucio por si queríamos sentarnos, nos ofrecieron cigarrillos, y se interesaron por nuestra salud y la de nuestras familias. Cuando llegaba alguien más moreno (la inmensa mayoría), suerte tenía si le saludaban. Ventajas (quizá) de ser europeos.

Admito que fui bastante ingrato con mis improvisados anfitriones, ya que tanto dispendio de atenciones no me impidió abandonarles a su suerte en cuanto vino Mohamed para adelantarnos varios cientos de puestos.

Ya reunidos de nuevo los cuatro, nos concentramos en poner en orden nuestros papeles; para los análisis son precisas varias cosas:

-         Resguardo de la radiografía previa.
-         Fotocopia del pasaporte.
-         Un quintal de fotos tamaño carné.

Bien, Mohamed comenzó a pasar revista, y se dio la circunstancia, sin que sirva de precedente, de que yo era el único con todo lo necesario: Frímann traía tan solo 92 fotos consigo, y 0 copias del pasaporte. Por su parte, Silke le había entregado el resguardo de la radiografía a no sé qué funcionaria, mientras esperaba en la cola de las mujeres (ejem).

Con cara de Alá, dame paciencia, Mohamed, que es el libio más eficiente y apañao de este lado del Guadiana, se puso a desfazer el entuerto. A mí, me mandó a hacerme los análisis.

El año pasado saldé mi visita al mismo hospital con un hematoma (nada sesual) del tamaño del peñón de Gibraltar, y verme allí de nuevo, y encima solo, no me reconfortaba mucho. Sin embargo, pronto me hice amigo de cinco egipcios, y pude distraerme con la colección de personajes que allí se reunía, mucho más variopinta que doce meses atrás: un bangladesí cantando rap, un señor con turbante rezando en voz alta mientras pasaba las cuentas de un rosario, un agobiado padre de familia intentando (sin éxito) controlar a tres críos menores de cinco años, dos ancianas cubiertas de blanco, conversando con esa voz tan típica que parece decir pues se conoce que la mayor del Antonio está juntá con el nieto de Don Abilio, el que tié toas las viñas lindando al cementerio.

Ante la enorme afluencia de gente, y quizá debido también a los primeros casos de envenenamiento por alcohol casero, que se empezaron a dar justo ese día, numerosos policías y milicianos se paseaban por el lugar. Tratándonos como a ganado leproso, nos hacían avanzar o detenernos y nos obligaban a sentarnos o a levantarnos, mientras colaban flagrantemente a sus conocidos y/o parientes.

Ya estaba cerca del patíbulo cuando Frímann y Silke, arreglados sus problemas gracias al buen hacer de Mohamed, asomaron por allí sus germánicas narices.

Y, finalmente, entré una vez más en la sala de los pinchazos.

A la izquierda, una enfermera con pinta de jefa daba voces y nos regañaba por turnos, nos moviéramos o no. A la derecha, una enfermera algo más joven lucía maquillaje excesivo, hiyab rosa chillón, pendientes voluminosos, uñas pintadas… todo eso es en sí bastante irrelevante, pero resultaba tan llamativa en semejante ambiente de bigotes y gente mugrienta, que su look me parece digno de mención.

La sala en la que nos encontrábamos merecería un capítulo aparte, y sobre todo un par de fotos: el hospital de Shara Zawyia, donde en esos momentos me encontraba, fue construido (creo) a principios del siglo XX por los italianos, y nadie lo ha pintado desde entonces. Los muebles recuerdan a la serie Amar en tiempos revueltos, más por lo desvencijados que por lo antiguos, y la escasa luz que entra por los añejos cristales confiere al ambiente un toque lúgubre que bien podría figurar entre las mejores decoraciones del mes para la revista Mordor In-Design.

Eso sí, pese a la pinta, y pese a mi triste experiencia pasada, es un buen hospital, que se las apaña para salvar vidas en mitad del caos armado que es el Trípoli de hoy en día. Una vez, por ejemplo, estaban operando a un herido de bala; pues bien, el hombre que le había disparado, herido a su vez, irrumpió en el quirófano con la sana intención de rematarlo. Los médicos lograron poner paz de alguna manera.

Volviendo al día de mi zozobra, ya casi me tocaba a mí ser pinchado. El señor que me precedía denotaba a las claras el miedo a las agujas y, como suele pasar, su inquietud me hizo sentirme tontamente más seguro. La enfermera peripuesta le ató una goma al brazo, le buscó la vena, tomó la jeringuilla… y justo entonces sonó su móvil.

Los libios siempre, siempre contestan al móvil. Y quiero decir siempre: comiendo, conduciendo, durmiendo, nadando, disparando, haciéndose un TAC, y fornicando no lo sé, pero sospecho que también.

La emperifollada enfermera no fue una excepción, y se puso a conversar alegremente. En su mano seguía la jeringuilla que, amenazante cual espada de Damocles o péndulo de Poe, se cernía sobre el brazo de mi indefenso compadre. Tras un minuto de angustia, la enfermera le retiró la goma, pero al ver que la charla se alargaba, se la aplicó de nuevo y procedió a apuñalarle sin más miramientos. No le dio ni algodón para después.

Sin dejar de comentar con su cuñada la boda de la Puri, la enfermera me hizo señas para que me acercara; obedecí, sumiso, mientras para mis adentros pensaba abuelita, abuelita, qué móvil tan grande tienes.

¿Corrí la misma suerte que el anterior cordero? ¿Me perforaron sin compasión? ¿Me saldría una nueva bola de billar en el antebrazo?

Mi nacionalidad quiso ayudarme, ¡bendito segundo apellido! Tanto nombre en la copia de mi pasaporte confundió a la estilosa verduga, quien se vio obligada a interrupir su cháchara para preguntarme cómo leches me llamo en realidad.

Para cuando se lo conseguí explicar, y hubo puesto nombre a la probeta que habría de contener mi sangre, el móvil estaba ya más que olvidado. Me hizo el torniquete, tomó una jeringuilla, apuntó, escuché una risa cruel en mi cabeza…

Salí de allí con un puntito rojo y una leve hinchazón. ¡Al-hamdu-lillah!


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