¿Cuánto tarda uno en cambiarse de piso? No
hay estudios al respecto, pero la experiencia me dice que una mañana suele
bastar; sin embargo, en Libia todo lleva un ritmo diferente, y el país no
pierde ocasión de recordarme que mi vida no es ni de lejos el producto de mis
decisiones, sino de todo lo que hay a mi alrededor.
Fue por eso que, aunque el glorioso día de
mi (in’shallah) última mudanza libia cayó en sábado, el proceso se
remonta al jueves anterior.
Como recordaréis, en su momento tuve que
amueblar el piso de La Calle Blanca; es por eso que necesitaba una furgoneta
para llevarlo todo a Plaza Argelia, más
que nada porque habría preferido beberme un litro de café árabe antes que
regalarle dormitorios y cocina a Mister Freddy, que muy majo y tal, pero no
quiso bajarme el alquiler. Conclusión: mudanza “faraónica”, y esta vez sin
Hamza para ayudarme, ya que se había ido a pasar la Nochevieja en Estambul.
¿Que si tanta ayuda necesitaba para
encontrar una furgoneta? ¿Que por qué no llamaba a una empresa de mudanzas? Os
lo explicaré con un ejemplo: el tema “la mudanza” está en la lección 4 del
libro de texto con el que trabajo; bien, no es que tenga que traducir para mis
alumnos el término “empresa de mudanzas”, es que tengo que explicarles en qué
consisten, y no estoy exagerando ni un ápice. Una vez que todos lo han
entendido, suelto la pregunta de rigor, aunque me sé la respuesta:
-
¿En
Libia tenemos empresas de mudanzas?
-
¡Sí!
¡Cualquier tipo con furgoneta que te cruces por la calle!
Con la mudanza en mente llegué al trabajo el
jueves de marras, y Maria Valquiria me recomendó tratar el asunto con Mustafa, su
asistente, quien al parecer es un experto en el tema traslados; así lo hice, y su
experiencia en la materia se redujo a decirme que no me preocupara, que el día antes
de la mudanza le dijera a cualquier vecino lo que necesitaba, y que en un plis
plas tendría transporte.
Viva el mundo gominola, pensé yo; es cierto
que Mustafa tiene razón, y que aquí las cosas funcionan así, pero también es verdad
que yo no soy libio, y de igual manera que no podría bucear por el fondo del
mar aunque un besugo parlante me enseñara cómo hacerlo, tampoco puedo
abandonarme a la casualidad de esa manera. No sabría explicarlo bien: sé cómo
hacen las cosas los libios, y sé que acaban saliendo bien, pero cuando yo intento
manejarme como ellos, todo resulta más complejo de lo esperado.
Con esas ideas salí ese día algo preocupado
de clase, y mientras me dirigía al taxi consideraba a qué vecino le podía pedir
ayuda:
¿Hosha, el turco que, agarrado a un canalón,
se descolgó desde mi cocina a su casa porque se había dejado las llaves dentro?
¿Waíl, el borracho del barrio, cuya
diversión favorita es ver cómo su hijo de cuatro años juega con el machete de
papá?
¿Salim, el frutero de la esquina, al que
nunca he podido comprar más de dos cosas porque se niega a atenderme durante
más de un minuto?
En esas meditaciones estaba cuando llegué al
taxi y, tras el salam alekum de rigor, Mohamed, mi taxista favorito, me
preguntó si necesitaba transportista para cambiarme de piso. Extasiado, le dije
que sí, y me explicó que un amigo suyo tiene un camión pequeño, y que no tenía
más que decirle la hora y el lugar.
Tan pronto como había llegado la alegría,
llegó el recelo: ¿cuál es el peor error que puede cometer un occidental en
Libia? Confiar su suerte al amigo de un amigo; da igual que hablemos de una
mudanza o de la conmutación de una condena a muerte, el amigo de un amigo te
prometerá su ayuda, y después pasará olímpicamente de tus necesidades, las
cuales importarán siempre menos que su cafelito, su siesta y su paseo diario en
coche sin rumbo definido (por ese orden). Sin embargo, como no tenía opción
mejor, y la solicitud de Mohamed me llegó mucho, le dije que genial, que
contaba con su amigo y que me despreocupaba.
¿Despreocuparme? ¡Ja!
Al día siguiente llamé a Mohamed para
concretar una cita, y me dijo que ningún problema, pero que no podría localizar
a su amigo hasta la tarde porque estábamos a viernes, el día del rezo y la vida
familiar. Resignado y algo tenso, me di a la tarea de empaquetar mis cosas.
A las ocho consideré que era lo
suficientemente por la tarde, así que volví a llamar a Mohamed, y me dijo que
su amigo no le cogía el teléfono. Me puse a forrar con celo la cocina y el
frigorífico.
A las nueve lo intenté de nuevo, más por
costumbre que por convicción. Efectivamente. Del amigo, ni la sombra. Por otro
lado, un conocido mío me llamó para ofrecerme su ayuda en la mudanza: ¿qué
mudanza?, pensé apesadumbrado. Sin embargo, le di las gracias y quedé en
avisarle.
Y así fue como me vi en la víspera de mi
mudanza, compuesto y sin tantra (furgoneta).
Lo suyo habría sido hacer lo que cualquier
libio de bien habría hecho en mi lugar, es decir, salir a la calle y preguntarle
a un vecino; sin embargo, opté por la solución cobarde, y llamé a un amiguete.
De hecho, imagino que más de uno os lo habréis
preguntado ya: si Lorenzo necesitaba ayuda para mudarse, ¿por qué no le
preguntaba directamente a algún amigo, en vez de abandonarse al favor de los
vecinos y de la diosa fortuna?
El motivo es bien simple: no quería tocarle
las narices a nadie. Aquí todo el que me conoce acaba ayudándome en algo, lo
pida yo o no, y esta vez quería apañármelas solo, por lo de no abusar. Además,
mis amigos de aquí ya no son unos chavales, y no quería que se dejaran el
espinazo cargando trastos.
Puestos en una situación límite (me permitiréis
que exagere, gracias), decidí dejarme de cumplidos y pedir ayuda, así que llamé
a Haiter, el hermano de Hamza; ya sabía que me mudaba, así que ni se sorprendió
ni puso problemas:
-
¿Y
dices que te mudas mañana?
-
Sí.
-
¿Y
necesitas tantra?
-
Sí.
-
¿Nos
ayuda alguien a cargar?
-
Un
amigo dice que viene.
-
Vale,
yo traigo a otro. ¿A las siete y media de la mañana?
-
Perfecto.
Colgué, avisé a mi voluntario, y más
tranquilo me fui a la cama.
Estás seguro de que Haiter es Libio¿?¿?
ResponderEliminarYa, no sé; Hamza dice que su apellido es turco, a lo mejor viene de ahí la falta de coherencia con el rollito del país.
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