Todo empezó hace algunas semanas, sentados
los amigos junto a la tienda de Abu, en la Calle Blanca. Uno de ellos, Ahmed,
me preguntó si conocía baila.
-
¿Baila?
-
Baila
– me quedé muy
confuso; la palabra baila designa en árabe al síndrome de down, y en
castellano ya sabéis.
-
¿Qué
quieres decir?
-
Baila,
la comida española, arroz con marisco.
-
¡Paella!
– acabáramos - ¡claro
que la conozco, y bien buena que está!
-
¿Y
sabes cocinarla?
-
Hombre,
pues…
-
No
se hable más; el viernes que viene nos vamos a mi granja y nos comemos una
paella.
Ya estaba liada. Lógicamente, no podía
negarle tan pequeña cosa a mis amigos de aquí, los mismos que me llevan de
paseo aunque apenas hablo, que me ayudan cuando lo necesito, y que le dan color
a la rutina diaria; sin embargo, he hecho tan solo tres paellas en mi vida, y
las tres con los ingredientes adecuados, sin presión mediática y con una
paellera…
Como no podía ser de otra forma, me declaré
entusiasmado por la idea, y rápidamente me puse a buscar una receta sencilla en
internet.
Los ingredientes no supusieron ningún problema: al lado de mi casa hay una lonja de pescado, en casi todas las tiendas venden arroz SOS (ya, yo tampoco lo entiendo), y ante la falta de azafrán me decidí por la cúrcuma, una especia con la que se hace el curry, y que da un sabor muy curioso a la vez que actúa de colorante. En cuanto al pollo, ya sabéis que en el mercado lo venden muy bueno.
Como tenía miedo de que el arroz se me
quedara insípido, me decidí a hacer el primer caldo de pollo de mi vida; era la
víspera de la comilona, y Hamza me llamó para ir a tomar algo:
-
No
puedo, estoy cocinando.
-
¡Pues
deja de cocinar!
-
¡Es
que es para la paella de mañana!
Me arrepentí ipso facto de mi revelación;
Hamza calló unos segundos, y luego me preguntó, incrédulo, que qué estaba
haciendo exactamente, para acto seguido informar a todos los amigos de
la compleja Operación Paella en que me hallaba inmerso. Más expectación.
Genial.
Llegó el viernes, y tenía todo preparado:
gambas, calamares, mejillones, pollo y su caldo, tomate, pimentón, arroz,
pimiento rojo, guisantes y cúrcuma, si mal no recuerdo (que los puristas me
perdonen). Había quedado en llamar a Hamza sobre las nueve, así que le
llamé a eso de las diez (ya nos conocemos), y me dijo algo así:
-
Bare
ya teka grgrgrgr already brrrr marrf erg?
Aunque pueda parecerlo, no es árabe. Le dije
que sí, y me dispuse a esperarle viendo una telenovela turca, mi nueva afición.
A las doce, Hamza se pasó por casa, me subí al coche y nos recorrimos
toda la ciudad para encontrar una cafetería abierta, tarea difícil en viernes. Pero
es que Hamza no es nadie sin su primer café del día.
Finalmente, armados con los ingredientes de
la paella, y con un pollo con el que haríamos bazelia, llegamos a la
granja de Ahmed. Eran cerca de las dos del mediodía, y habíamos quedado a
las diez y media, pero ninguno de los cinco presentes pareció extrañarse.
De hecho, nos recibieron de la manera más cordial posible, Ahmed el primero:
-
¡Lorenzo,
Hamza! Llegáis justo a tiempo.
-
¿A
tiempo de qué?
-
¡De
desayunar, claro!
Así que nos dimos a la tarea de desayunar a
las 14:00, como si estuviéramos en España y el día anterior nos hubiéramos dado
una buena sesión de discotequeo, aunque con un menú bastante diferente: huevos
fritos, ensalada, atún de lata, aceitunas, aceite de oliva, queso philadelpia,
un par de toneladas de pan y bastante harissa, la salsa picante de aquí.
Comimos a la manera mora, sentados en el
suelo. Las salas de estar Libias son una alfombra rodeada por cojines, y para
comer se extiende un mantel cuya función es doble: proteger la alfombra, y
cubrir los pies de los comensales. Se come con las manos, ya sea cogiendo la
comida con los dedos, ya sea mojando pan.
Ese desayuno fue, seguramente, el momento de
mi vida en que más veces he oído nombrar a Dios; no sólo hay que decir bismi’llah
(en el nombre de Dios) al empezar a comer, así como hamdu’llah (gracias
a Dios) al terminar (y al eructar), sino que afuera se puso a tronar y a
granizar, y claro, ante la deseada lluvia se vuelve a decir hamdu’llah,
y a cada trueno uno siente la necesidad de soltar allahu akbar (Dios es más
grande). El resultado fue algo así:
-
Bismi’llah!
–. Multiplicadlo por
siete.
-
Hamdu’llah!
– eructo.
-
Hambu’llah! – inmotivado, por el mero placer de
decirlo.
-
Pásame
las aceitunas.
-
Allahu
akbar! – primer trueno.
-
Lorenzo,
come aceitunas.
-
Allahu
akbar!
-
Hamdu’llah!
-
Lorenzo,
hazte un bocadillo de atún, verás qué bien.
-
Hamdu’llah!
– empieza a llover.
-
Hamdu’llah!
HAMDU’LLAH! HAMDU’LLAH! – arrecia
la lluvia.
-
Allahu
akbar!
-
Allahu
akbar! – salimos
todos a admirar la lluvia. Ahmed se arranca a cantar versos del Corán,
demostrando tener la voz más desagradable de todo el norte de África.
-
Hamdu’llah
-. Porque sí.
-
Bismi’llah
-. volvemos a comer,
así que lo decimos otra vez.
-
Lorenzo,
acábate ese huevo que queda ahí.
-
Hamdu’llah
-. Se acaba el
ágape.
“Recogimos la mesa” y se sirvió té marroquí,
tras lo cual pasamos a jugar a las cartas. Jugar a las cartas es una de las
mayores aficiones libias, y os puedo asegurar que se hace muy pesado; no por
los juegos en sí, que no difieren mucho de los nuestros (he jugado a la escoba
y a la pocha, con pequeñas variaciones), sino por el sentido del humor que se
despliega durante la partida.
Me explico: en mi primera partida de cartas ever,
a Basit se le ocurrió lanzarle un irónico beso a Hamza tras hacerse una escoba;
la broma fue muy celebrada, y todos los jugadores se pasaron el resto de la
partida lanzando sonoros besos cada vez que hacían una buena jugada. ¡Y se
partían de la risa cada vez! Yo terminé bastante harto del asunto, pero no
imaginé que sería una cosa cultural.
En esta última partida de cartas, sin
embargo, a Hadj Hisham se le ocurrió gritar algo así como yindi… marshub!
cada vez que tiraba una carta, y en breve todos hacían lo mismo. Yo acabé con
la cabeza hecha un bombo y, para mi desconsuelo, diciendo lo mismo que los
demás. Qué le voy a hacer.
Pasaron un par de horas, merendamos dos
veces, y en un momento dado se levantaron todos y se fueron a rezar al
cuarto de al lado.
A eso de las siete, Hamza, Hadj Hisham y yo
nos pusimos a cocinar. Hadj Hisham era el mayor del grupo, y me contó que antes
de jubilarse había sido cocinero jefe de un restaurante; Hamza me explicó
después que el “restaurante” era el kebab de su padre.
Mientras yo preparaba el sofrito, Hadj
Hisham cocinaba bazelia, un plato caliente basado en guisante fresco,
pollo cocido y una salsa picante de tomate y pimentón. Está riquísimo, pero se
tarda dos horas en prepararlo, con lo que el pollo termina siendo una masa
informe con la misma textura que el malo de Terminator 2 cuando se regeneraba.
En cuanto a mí, tenía los ingredientes de una paella para seis, y en la casa
había doce; me resigné a mi suerte, y le eché más arroz al asunto, mientras
Hadj Hisham le comentaba a Hamza que todo aquel que cocine con ajo no sabe
cocinar. Obviamente, yo estaba echándole ajo al sofrito.
La cuarta paella de mi vida fue sin duda la
peor: el arroz insípido, el pollo y el pescado insuficientes, un fracaso
absoluto.
Por suerte, el libio come con gusto casi
cualquier cosa, y aunque no me gané alabanzas, tampoco me miraron mal. Hicimos
la digestión durante una hora, tras lo cual Hamza y yo nos retiramos
discretamente, dando por finalizado otro viernes campero.
Despues de la panzada a redesayunos y remeriendas... donde comian 6 comen 12!!
ResponderEliminaraki parece q si t puedo leer again!
¡Qué bueno volver a leerte! Me alegro mucho, mucho.
EliminarNos pusimos ciegos, sí... aunque la paella era más insípida que un discurso de Rajoy :-(
¡Un beso!