El día de las
elecciones, Markus y yo despertamos muy alborotados, y es que asistir a los
primeros comicios libres en la historia de un país no es algo que ocurra muy a
menudo (en rigor debo decir que tuvieron otros hace unas cuantas décadas, pero
vamos, para la mayoría del pueblo eso es historia antigua). Desayunamos en el
balcón y salimos a la calle.
En la Calle Blanca,
la verdad, no se notaba ningún ambiente especial, era un sábado cualquiera.
Estábamos a unos treinta y ocho grados, humedad del sudasinparar%, el tostadero
de café perfumándolo todo, mi barbero afeitando a la gente, las manos con su
tradicional vaso de café… no sé qué esperábamos encontrar un sábado de julio a
las diez de la mañana, pero no era aquello.
No es que el chico
hubiera estado hurgándose la nariz para descubrir, como las madres españolas
llevan advirtiendo a sus hijos desde tiempos inmemoriales, que tenía petróleo
dentro, no; es que venía de votar.
Resulta que era
obligatorio meter el dedo en tinta indeleble después de depositar el voto, para
asegurar así que cada ciudadano lo hacía una sola vez. Se dijo que la tinta
duraría dos días, pero resultó durar cinco, por no hablar de que la uña
permanecía negra dos semanas más, con lo que todos los votantes parecían
haberse pillado el dedo con la puerta del coche.
Ciudadano Hamza, vota |
Nuestro primer dedo
negro nos animó mucho, y salimos de nuestra calle (ahora mi calle, ay,
qué nostalgias) para dar un paseo por Omar Al-mukhtar (sí, escribo el nombre de
esa avenida de una manera distinta cada vez, qué pasa). Cada vez que
vislumbrábamos un dedo tintado lo celebrábamos por lo bajini: Finger! Noch
ein Finger! Schwarzer Finger! Según pasaban los minutos, la avenida se
llenaba de coches pitando, la gente en ellos haciendo el gesto de la victoria
con sus dedos bicolores, sentados en el techo, en el capó o en la ventanilla,
grabándolo todo con sus cámaras, móviles y ipads, dos gritos unánimes sonando
por encima del ruido: Alla Al-Akbar! y Libia jurra!, Dios es
el más grande y Libia es libre. Cuando la gente nos veía (o cuando
me veían a mí, porque Markus parece tan libio como el que más y nadie se creía
que era alemán hasta que abría la boca), nos gritaban las cosas a nosotros,
fardando de su alegría y su democracia de manera muy sanota.
Que no se os note el posado, majos |
¡Libia Jurra! |
Después de
comprobar varios colegios del barrio, finalmente encontramos el que habían
habilitado para votar: gente cantando, gritando, Alla Al-Akbar una y
otra vez, algunos llorando de emoción, otros en la puerta con el dedo aún
blanco, no sé si pensándoselo, o quizá no creyéndoselo, temiendo la inminente
llegada de la policía política. Intenté que nos dejaran pasar, pero no
quisieron. Luego me contó Maria Valquiria que a ella le pidieron directamente
que entrara, lo cual me pareció un agravio comparativo, pero no sé a qué
instancia quejarme. Admito propuestas.
El resto del día… no
sé, fue más o menos igual. Me gustaría transmitir más emoción, pero al fin y al
cabo lo vi todo desde el punto de vista del espectador, y sí, la alegría es
contagiosa, pero no era mi fiesta. Los libios y (por una vez) las libias sí que
estaban en éxtasis, miles de coches, ambiente festivo, policía permisiva,
sobredosis de fuegos artificiales, y muchos dedos negros. Se me ocurren un par
de cosas que me llamaron la atención:
Un señor de unos
setenta años se pasó desde mi calle hasta la Plaza de los Mártires alzando una
bandera libia enorme con ambos brazos (quinientos metros de Omar Al-Mukhtar con
el atasco que había son casi veinte minutos, y a saber cuándo la alzara por
primera vez).
Un miliciano hacía
como que disparaba a un grupo de niños de cinco años con su pistola
reglamentaria, y estos se tronchaban de risa.
Mucha gente se
pintó algo en el dedo votante con pintura blanca: un smily, palabras en árabe,
una flor…
A Hamza, al sacar
su tarjeta del censo electoral de la cartera, se le cayó un condón al suelo, y
le hicieron ponerse de todos los colores.
Su amigo Naji me
dijo que no pensaba votar, y a la media hora me lo crucé y llevaba el dedo como
el culo de una cucaracha.
Fui a comprar pan
para el gazpacho (no tenía del día anterior, perdonen los puristas), y me
encontré con una batalla campal en la panadería: los vecinos se abalanzaban
sobre la última canasta, y para cuando conseguí abrirme paso a tímidos codazos,
quedaban dos panes del tamaño de un plátano de canarias. Ante la mirada de odio
de una señora que tenía ya unos quince me apropié de ambos, le cedí uno a un
abuelo que se había quedado sin nada, y me fui a pagar. Por el rabillo del ojo
vi cómo la señora le daba al abuelo alguno más (en un día como este no podía
haber tanto egoísmo, good vibes).
Entre estas y otras
cosillas fue pasando un día que, espero, sea el inicio de algo bueno para el
país. Markus y yo nos comimos el primer gazpacho del verano (me ha salvado la
vida con estos calores, ¡menos mal que el Islam no prohíbe los tomates!), y,
después de mucho pasear, concluimos la jornada viendo pasar a la gente en la
Plaza de Argelia, con Hamza y sus amigos, todos luciendo orgullosos sus dedos
tintados.
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