jueves, 18 de octubre de 2012

Vota, Pueblo, Vota II


El día de las elecciones, Markus y yo despertamos muy alborotados, y es que asistir a los primeros comicios libres en la historia de un país no es algo que ocurra muy a menudo (en rigor debo decir que tuvieron otros hace unas cuantas décadas, pero vamos, para la mayoría del pueblo eso es historia antigua). Desayunamos en el balcón y salimos a la calle.

En la Calle Blanca, la verdad, no se notaba ningún ambiente especial, era un sábado cualquiera. Estábamos a unos treinta y ocho grados, humedad del sudasinparar%, el tostadero de café perfumándolo todo, mi barbero afeitando a la gente, las manos con su tradicional vaso de café… no sé qué esperábamos encontrar un sábado de julio a las diez de la mañana, pero no era aquello.

 Sin embargo, algo llamó mi atención a los pocos minutos: mira, le dije a Markus, un dedo negro. Un chico joven caminaba hacia nosotros y, efectivamente, el índice de su mano derecha estaba negro como la pez.

No es que el chico hubiera estado hurgándose la nariz para descubrir, como las madres españolas llevan advirtiendo a sus hijos desde tiempos inmemoriales, que tenía petróleo dentro, no; es que venía de votar.

Resulta que era obligatorio meter el dedo en tinta indeleble después de depositar el voto, para asegurar así que cada ciudadano lo hacía una sola vez. Se dijo que la tinta duraría dos días, pero resultó durar cinco, por no hablar de que la uña permanecía negra dos semanas más, con lo que todos los votantes parecían haberse pillado el dedo con la puerta del coche.

Ciudadano Hamza, vota

Nuestro primer dedo negro nos animó mucho, y salimos de nuestra calle (ahora mi calle, ay, qué nostalgias) para dar un paseo por Omar Al-mukhtar (sí, escribo el nombre de esa avenida de una manera distinta cada vez, qué pasa). Cada vez que vislumbrábamos un dedo tintado lo celebrábamos por lo bajini: Finger! Noch ein Finger! Schwarzer Finger! Según pasaban los minutos, la avenida se llenaba de coches pitando, la gente en ellos haciendo el gesto de la victoria con sus dedos bicolores, sentados en el techo, en el capó o en la ventanilla, grabándolo todo con sus cámaras, móviles y ipads, dos gritos unánimes sonando por encima del ruido: Alla Al-Akbar! y Libia jurra!, Dios es el más grande y Libia es libre. Cuando la gente nos veía (o cuando me veían a mí, porque Markus parece tan libio como el que más y nadie se creía que era alemán hasta que abría la boca), nos gritaban las cosas a nosotros, fardando de su alegría y su democracia de manera muy sanota.

Que no se os note el posado, majos

¡Libia Jurra!

Después de comprobar varios colegios del barrio, finalmente encontramos el que habían habilitado para votar: gente cantando, gritando, Alla Al-Akbar una y otra vez, algunos llorando de emoción, otros en la puerta con el dedo aún blanco, no sé si pensándoselo, o quizá no creyéndoselo, temiendo la inminente llegada de la policía política. Intenté que nos dejaran pasar, pero no quisieron. Luego me contó Maria Valquiria que a ella le pidieron directamente que entrara, lo cual me pareció un agravio comparativo, pero no sé a qué instancia quejarme. Admito propuestas.

El resto del día… no sé, fue más o menos igual. Me gustaría transmitir más emoción, pero al fin y al cabo lo vi todo desde el punto de vista del espectador, y sí, la alegría es contagiosa, pero no era mi fiesta. Los libios y (por una vez) las libias sí que estaban en éxtasis, miles de coches, ambiente festivo, policía permisiva, sobredosis de fuegos artificiales, y muchos dedos negros. Se me ocurren un par de cosas que me llamaron la atención:

Un señor de unos setenta años se pasó desde mi calle hasta la Plaza de los Mártires alzando una bandera libia enorme con ambos brazos (quinientos metros de Omar Al-Mukhtar con el atasco que había son casi veinte minutos, y a saber cuándo la alzara por primera vez).

Un miliciano hacía como que disparaba a un grupo de niños de cinco años con su pistola reglamentaria, y estos se tronchaban de risa.

Mucha gente se pintó algo en el dedo votante con pintura blanca: un smily, palabras en árabe, una flor…

A Hamza, al sacar su tarjeta del censo electoral de la cartera, se le cayó un condón al suelo, y le hicieron ponerse de todos los colores.

Su amigo Naji me dijo que no pensaba votar, y a la media hora me lo crucé y llevaba el dedo como el culo de una cucaracha.

Fui a comprar pan para el gazpacho (no tenía del día anterior, perdonen los puristas), y me encontré con una batalla campal en la panadería: los vecinos se abalanzaban sobre la última canasta, y para cuando conseguí abrirme paso a tímidos codazos, quedaban dos panes del tamaño de un plátano de canarias. Ante la mirada de odio de una señora que tenía ya unos quince me apropié de ambos, le cedí uno a un abuelo que se había quedado sin nada, y me fui a pagar. Por el rabillo del ojo vi cómo la señora le daba al abuelo alguno más (en un día como este no podía haber tanto egoísmo, good vibes).

Entre estas y otras cosillas fue pasando un día que, espero, sea el inicio de algo bueno para el país. Markus y yo nos comimos el primer gazpacho del verano (me ha salvado la vida con estos calores, ¡menos mal que el Islam no prohíbe los tomates!), y, después de mucho pasear, concluimos la jornada viendo pasar a la gente en la Plaza de Argelia, con Hamza y sus amigos, todos luciendo orgullosos sus dedos tintados.



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