Todo lo que
pasa, por el hecho de pasar,
ya merece
algo de respeto.
Fortunata y Jacinta, Benito Pérez Galdós.
Empecé a pensar en esto
observando a las mujeres, analizando lo que siento cuando las veo. Me las cruzo
por la calle, en la universidad, en el mercado, meneando salerosas las caderas
entre las muchas capas de ropa, charrando por el móvil o con sus acompañantas,
adornando con un maquillaje excesivo su rostro enmarcado por el hiyab… o las
veo solas, meditabundas, comparando precios, o las veo viejas, viviendo al día,
esperando ya nada, disfrutando del respeto intocable que, en este mundo al
menos, es una ventaja que viene aparejada a la vejez.
Las veo, digo, y
pienso… es duro decirlo, porque además no es del todo cierto, pero pienso que no
son nada; las mujeres, las mujeres libias son menos que los niños, menos que
los gatos, son granjas, criaderos de descendencia. Es una afirmación exagerada,
pero no exenta de realidad. Cuando me topo con esa realidad todo me importa
poco, no me importa la diferencia cultural, no me importa que cada pueblo tenga
sus ritmos, nada de eso me importa cuando, tras sortear los asientos en mi
clase, veo cómo un hombre, un hombre que no es capaz de pronunciar decentemente
la frase mein Name ist Mohamed, ordena a su esposa que ignore el
papelito que le ha tocado y se coloque en la mesa donde se han sentado más
mujeres. En realidad me sentiría igual aunque el hombre en cuestión, tras una
sola hora de clase, hablara alemán mejor que el mismísimo Goethe, pero es que
encima es su mujer la hábil, la que aprende rápido en mi clase, la que ha
ganado una beca de estudios en una clínica oncológica alemana, la que,
entretanto, ha parido y criado a dos niñas. Dos niñas que, posiblemente, al
igual que hizo su madre, se casarán dentro de veinte años con un desconocido
bastante mayor que ellas.
Es difícil. Es
difícil convivir con otra cultura, sobre todo cuando algo de ella te repugna,
cuando hay algo que no puedes entender ni compartir. ¿Pero qué cultura es
buena? ¿Qué mundo, qué país, qué idioma escoger? El mundo árabe es machista a
tope, pero también mis amigas del instituto recogían la mesa mientras sus
hermanos se fumaban el pitillo de después de comer. ¿China? No sé cómo será
vivir allí, pero una dictadura donde las solteras y los gays se casan entre ellos
para que las familias los dejen en paz, no me atrae demasiado. ¿Europa?
¿América? ¿Es mejor nuestro ritmo de vida acelerado y consumista, el dinero
elevado a los altares, la ilusión de poder que nos hemos montado y que, encima,
se derrumba delante de nuestros ojos?
Es difícil elegir
un mundo. Una amiga de mi hermano me decía este verano que me volviera a
España, que ella, tras mucho viajar, había descubierto que solo en su país se
sentía cómoda, comprendida, bien. Quizá lo mejor sea elegir el mundo en el que
se ha nacido, el que se conoce. Es lo fácil.
Pero los otros
mundos han hecho igualmente maravillas, poesías, cine, edificios imponentes…
¿dónde tenemos el botón de switch off, cómo enfocar el objetivo solo hacia lo
bueno? O mejor, ¿cómo poder ver la foto completa sin sentir náusea por la parte
que nos repele, cómo aprender a acertar?
Nada de eso es
posible. La maravilla nace entre la infamia y viceversa, la riqueza y la
miseria son tanto madres como hijas entre sí, la diferencia conlleva la
admiración y el espanto. Si vivimos en el pueblo nos gusta la sencillez de las
gentes y nos desespera su cerrazón, y si vivimos en la ciudad nos agrada poder
hacer de todo, pero nos agobia el estrés. Nos encanta la playa pero nos
incomoda la arena, los hijos nos realizan pero nos cortan las alas, queremos
ser famosos y tener vida privada, el gazpacho es una bendición en verano… pero
repite.
No, no he
descubierto América, está claro. Que el ser humano es una contradicción
constante ya lo diría el primer dominador del fuego, cuando sus compañeros
cavernícolas se quejaban de la cueva llena de humo mientras degustaban con gula
unas chuletas de mamut a la brasa. Ni tampoco es la primera vez que pienso en
todo esto, ni mucho menos. Pero las mujeres… las mujeres que estoy conociendo
aquí, hermosas, feas, inteligentes, tontas, divertidas, sosas, sexys, pías,
mujeres de todo tipo, normales y extraordinarias, personas. Cuando nacemos nos
cortan el cordón umbilical, pero a las mujeres libias les dejan un hilo
invisible, la cadena que las ata a un sistema caduco, perverso, costillas de
Adán por los siglos de los siglos.
Adornando la
sentencia, el velo que cubre sus cabellos, y con ellos sus ideas, y con ellas
su destino. Y yo, que intento ser muy respetuoso con la diferencia, que hace
unos días descubrí mi propio pensamiento expresado ciento treinta años antes
por Galdós, me sublevo.
En tós laos
cuecen habas, sí, pero hay
días en los que te parece estar nadando en el puto perol. Y qué queréis que os
diga, me encanta estar vivo y me fascina el mundo, pero en esos días me entra
el desencanto mundial.
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ResponderEliminarLaParda Lorenza
Es lo que tiene... Tiene que ser dificil conciliar tus valores con la cultura que te rodea, pero vamos, que para estar desencantado del mundo no hace falta irte a Libia ¬¬
ResponderEliminarYa, la verdad es que en espain se puede desencantar uno igual... pero siempre es más fácil convivir con lo que ya te conoces, aunque bueno, tal y como está el patio ahora, que parece que volvemos al "a este país no lo va a reconocer ni la madre que lo parió" pero en otro tono...
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