lunes, 4 de junio de 2012

Mamá, de mayor quiero ser milicia


El levantamiento popular contra Gadafi, la posterior guerra civil, y la derrota del régimen, han tenido varios protagonistas claros: vaya por delante el pueblo libio, digno de elogio; la OTAN, claro, sin cuyos bombardeos es probable que el “amigo excéntrico de occidente” siguiera en el poder; por último, los más visibles, aún hoy: los milicianos.


Me resulta muy difícil retratar la figura del miliciano, porque todavía no tengo claro quién lo es y quién no, me explico: por un lado están las milicias “de verdad”, los hombres que se organizaron y que lucharon contra las tropas del tirano; por otro lado están las “falsas milicias”, al parecer no más que grupos de hombres que quieren sacar tajada. Ambos colectivos son indistinguibles, no ya para mí, que soy un pipiolo, sino para los mismos libios. Uno va en coche por la autovía, y de pronto el tráfico aminora la velocidad, las luces de emergencia se encienden, te detienes; avanzas a dos kilómetros por hora un par de minutos, y entonces ves un control militar, o algo parecido: un grupo de cinco o seis hombres, todos con ametralladoras, algunos vestidos de caqui, otros en vaqueros y camiseta; dan el paso sin fijarse en quién eres, pasas el control y aceleras de nuevo. ¿Para qué? ¿Quiénes son?

Son los que tienen las armas.

Arrebataron las armas de los arsenales de Gadafi, las compraron a occidente, o directamente en el mercado central, donde también se puede; algunos batallaron, otros no; algunos controlan sin controlar, su mera presencia un atenuador de los malos impulsos, otros solo esperan el momento propicio para cortar la calle y cobrarse el impuesto revolucionario de los incautos que no hayan dado la vuelta al verlos. Las balas de todos matan, así que todos tienen el poder.

No es el único problema el hecho que haya sinvergüenzas que saquen partido del río revuelto, es que los mismos milicianos son el problema; que una persona sea útil en una guerra, que sepa arriesgar la vida y disparar con puntería, no significa que sirva para ejercer de fuerza del orden. Un gran porcentaje de los milicianos debería recibir el típico sentido homenaje de las autoridades, aplaudir al público y colgar las botas. Pero claro, ¿cómo le explicas a un chico de dieciocho años, que nunca ha sido nadie y que de pronto es El Revolucionario, El Libertador, que muchas gracias y que todo muy bien, pero que porfa renuncie a su fusil y vuelva al arroyo?

Mientras Libia es un caos disimulado, y esperamos con ilusión e incertidumbre las elecciones, nadie se atreve a decir estas cosas a las claras, y las milicias se pasean por Trípoli, luciendo baterías antiaéreas y ametralladoras, en ocasiones con orgullo, en ocasiones con desgana.

Las armas son cosa normal aquí, ves muchas cada día; el otro día esperaba pacientemente a que se llenara la bulmina, y me llamaron la atención tres milicianos: mi parada está junto a una enorme rotonda con hierba y árboles, y los tres caminaban por ella, no sé con qué intención; el caso es que el que abría la marcha llevaba su ametralladora al hombro, nada que decir; el segundo la usaba de bastón, como quien lleva un paraguas; el que cerraba la marcha se entretenía haciendo agujeritos en el suelo con el cañón.

Las “falsas milicias”, o mejor dicho, los “falsos milicianos”, suponen otro problema: el Consejo Nacional de Transición le da un dinero a los milicianos, dado que muchos perdieron su trabajo o renunciaron a él para hacerse a las armas. El estipendio consta de dos mil doscientos dinares para los solteros, cuatro mil para los casados, doscientos por cada hijo. El caso es que la gente se ha lanzado como una manada de lobos a por la pasta, sería exagerado decir que todos han intentado cobrar, pero no lo sería tanto decir que más de la mitad lo han hecho: milicianos, por supuesto, gadafistas, por qué no, gente que se fue a Túnez hasta que todo acabó, cualquiera. Hay gente que ha cobrado dando el apellido de su padre, luego ha vuelto a cobrar dando el de la madre, otra vez con el del abuelo, y como aquí la organización brilla por su ausencia, nadie lo ha notado.

Se han pagado compensaciones a, digamos, mil milicianos, cuando se sabe que, digamos, en la guerra participó un máximo de seiscientos. La consecuencia es no solo que mucho dinero ha terminado en bolsillos privados en lugar de en carreteras y en camiones de la basura, sino que hay auténticos milicianos que no han recibido su soldada (que, digo yo, hace falta ser zoquete para no cobrar cuando ves que cientos de inmorales están cobrando, pero en fin, tampoco sé mucho del asunto). Los que no han cobrado pero sí se lo merecen, en fin, salen a la calle cada equis tiempo, la lían parda, y así no hay país que llegue a la normalidad.

Hay una cosa más que me deja boquiplático: un miliciano llega a un edificio oficial, dice hola, soy Abdul abu Salim, miliciano de pro, estuve en la liberación de Misrata, por ejemplo, y nadie le dice que muy bien, que entregue please su arma, y que entonces y solo entonces le darán la pasta. Parece que a nadie se le ha ocurrido.

Es una pena, mis noches serían mucho más tranquilas con un par de Kalaschnikov menos en el barrio.

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