viernes, 14 de marzo de 2014

El genio local - Ghadames V



En anteriores entradas os habéis podido dar cuenta de que Ghadames es uno de los sitios más particulares y hermosos de Libia. Ghat y Nafusa conservan sus cascos históricos en estado semi ruinoso, mientras que Sabrata, Leptis Magna o Trípoli son el producto de potencias más o menos invasoras.

Ghadames es la combinación perfecta: una ciudad nacida del genio local, adornada por las aportaciones de otras culturas, y preservada gracias a la ayuda internacional y el turismo. En su remozado rostro, Ghadames se muestra como algo pura y genuinamente libio, retocado aquí y allá con una columna romana, un cuartel turco o un consulado francés.

Quizás precisamente debido a ello, Ghadames es un enclave muy, muy libio, y mi viaje allá fue rico en anécdotas libianas.

Generalizando, los libios tienen un punto de vista curioso respecto a los viajes: piensan que sólo tienen sentido si el objetivo último del trayecto es visitar a alguien. ¿A qué viene esta idea? Según creo yo, se debe a que los libios son muy gregarios, de modo que no están acostumbrados a la soledad porque apenas la practican, y asumen que es siempre muy aburrida.

Maria Valquiria vivió una curiosa anécdota a este respecto: la primera vez que vino por su cuenta a Libia, allá por los noventa, mi actual jefa se quedó a vivir en casa de una familia tripolitana; obviamente, y haciendo gala de la proverbial hospitalidad libia, todos la trataban como a una reina, la agasajaban y la entretenían. A todas horas.

Tras semanas de ininterrumpida compañía, Maria Valquiria se decidió a pedir un poco de intimidad, un momento de soledad, pasar un rato consigo misma. La familia se extrañó, pero accedió a su deseo y la dejaron a solas en un salón de la casa… durante media hora.

En ese lapso de tiempo, la familia había llegado a la conclusión de que Maria Valquiria, dijera lo que dijese, debía estar aburriéndose. Así que… ¡le mandaron a la abuela! Total, tenía como 173 años y no hablaba mucho, así que no le daría la tabarra en exceso.

Pues bien, volviendo a lo nuestro: apenas llevábamos un par de horas en Ghadames, cuando Charlotte vio que una compañera de trabajo llamada Marwa, libia ella, había llamado varias veces a su móvil, de modo que le contestó con un mensaje: “hola. Estoy pasando el fin de semana en Ghadames, así que no estaré disponible hasta el lunes. Luego te llamo”.

Al instante, la compi llamó de nuevo:

-      ¿Dígame?
-      ¡Hola! ¿Estás en Ghadames?
-      Sí, haciendo un poco de turismo.
-      ¡Qué bien! Ghadames es muy bonito. ¿Y con quién vas a encontrarte allí?
-      Eh… con nadie, he venido con un amigo, no conocemos a nadie en Ghadames.
-      ¿No conoces a nadie en Ghadames?
-      No…
-      Hum… yo conozco a alguien, si quieres te doy su número.
-      No, gracias, ya tenemos hotel y hemos encontrado a un guía muy majo que nos está organizando la visita a la ciudad vieja.
-      Bueno…

No quedó muy convencida, pero se despidió deseando una buena estancia, y ahí quedó la cosa.

Horas después, ya de noche, salíamos del hotel para ir a comer algo, y una voz nos hizo quedarnos como piedras:

-      ¡Charlotte! ¡Charlotte! 

Nos miramos con bastante estupor; que supiéramos, ningún ghadamesí (salvo nuestro guía) conocía ese nombre. Nos dimos la vuelta, y allí había un hombre alto, de unos treinta y tantos, que se acercaba sonriente a nosotros.


-      ¿Qué tal? Soy Walid, un amigo de Marwa. Me ha llamado hace un rato, y me ha contado que estáis aquí solos.
-      ¿? ¿? ¿? ¿? ¿?

Marwa, la compañera de trabajo de Charlotte, se había comportado como una libia de pro, y es que los libios, muy, muy a menudo, no se creen las cosas que decimos los occidentales. No es que no confíen en nosotros, es que nos ven como a niños perdidos por una Libia que no conocemos, y quieren ayudar. Así, suelen obligarnos a hacer cosas que no queremos hacer, o bien nos impiden hacer cosas que sí queremos hacer, todo por nuestro propio bien, porque no sabemos lo que nos conviene. Es una costumbre entrañable e irritante a partes iguales.

-      ¿Qué, os gusta Ghadames?
-      Ah… - nos seguía costando reponernos del shock.
-      Mañana hay una fiesta muy grande, ¡va a estar genial! Vendréis, ¿verdad?
-      Eh… ¿una fiesta?
-      ¡Sí! Paso a recogeros a las diez de la mañana.
-      ¿¡!?
-      Luego hay una gran comida popular, y después…
-      Perdona – dijo Charlotte -, pero ya hemos quedado con alguien para comer, y luego nos vamos al desierto.
-      Oh… ¡pero es mejor que comáis con nosotros!
-      Bueno, ya veremos. Gracias.
-      Vale. ¿Qué pensabais hacer ahora?
-      Estábamos buscando un sitio para cenar.
-      ¿Cómo? ¿Solos?
-     

Al final, Walid nos dio la venia para buscar algo de cena. Pronto encontramos una pizzería muy maja, donde nos cascamos dos enormes montones de kétchup y mayonesa con un poco de pizza debajo.

Al día siguiente, Walid no vino a recogernos. En lugar de eso, se había puesto de acuerdo con Bashir, nuestro guía, quien (por lo visto) pensaba acercarse a la fiesta de todos modos, antes de llevarnos a comer a su casa. Me sentí un poco el centro de una discusión con el tema ¿quién se ocupa de los críos?

Por más que le preguntamos, Bashir no nos aclaró qué se celebraba, ni dónde. Algo dijo de trajes típicos y música, así que pensamos que igual era un concierto en la ciudad vieja; sin embargo, el breve trayecto en coche nos llevó a un instituto situado en el centro de la ciudad nueva.

Bashir nos condujo luego al salón de actos del instituto, donde unos 500 ghadamesíes, sentados en hileras de sillas de plástico, miraban con atención un vídeo proyectado en la pared.


Emoción, intriga, dolor de barriga.


Durante un rato, lo que tardó Bashir en encontrar tres asientos libres, la gente se distrajo observando a los dos forasteros, pero luego su atención se dirigió nuevamente al vídeo. En este se veían imágenes de las casas típicas de Ghadames, y varias personas contaban cosas que yo no pude comprender.

En voz baja, Bashir me explicó que estábamos en una entrega de premios a las casas más bonitas de Ghadames. El vídeo las iba mostrando, al tiempo que explicaba cuándo y cómo habían tenido lugar las restauraciones.

-      Hay tres categorías: casas sin restaurar, casas restauradas, y casas restauradas y redecoradas, como la mía.
-      ¿Tú participas?
-      ¡Todo el que tiene una casa participa! Mira, esa mujer de ahí dirigió la primera fase de restauración, trabajando con la UNESCO. Y esa otra…

Me puso al día sobre la gente VIP que había acudido al evento (varios habían venido en el mismo avión que nosotros), y en un momento dado comenzó la entrega de premios. Un grupo de hombres, que nunca supe si eran del jurado o del ayuntamiento de Ghadames, se colocó de pie frente a la concurrencia, al lado de numerosas placas.


Sí, el segundo por la derecha es un Ewok.


Me sentí como en casa, en la vieja y querida Espein. ¿Por qué? Bueno, resulta que el primer premio que fue entregado… ¡se lo llevó uno de los mismos que estaban entregándolos! Recogió la placa, dio las gracias a sus colegas, y volvió después a ocupar su lugar, dispuesto a entregar el resto de los premios. Es el segundo por la izquierda.

El tiempo pasaba, y los diplomas eran entregados como churros. Cuando le pregunté a Bashir que cuántos premios había, me repitió que solamente tres.

-      ¡Pero si ya han dado como cincuenta diplomas!
-      Sí, bueno, es que también otorgan menciones por participar.
-      Ah… ¡igual te dan una a ti!
-      Igual…

Sin embargo, la entrega llegó a su fin (hamdullah), y nadie había llamado a Bashir a la palestra. Cuando le puse cara de qué penica, igual el año que viene, me animó muy sonriente:

-      ¡No te preocupes! ¡Me van a dar un premio igualmente!
-      ¿Ah, sí?
-      ¡Claro! Nos dan a todos.
-      ¿Hay premios para todos?
-      ¡Claro! No los entregan ahora porque estaríamos aquí todo el día. Los premios más gordos son los primeros, pero a todos nos cae algo.
-      ¿Qué os puede caer?
-      No sé, 500 dinares o así.

Efectivamente, el Concurso a la Casa más Bonita y Hermosa repartía premios a todo trapo, y si llegamos a descuidarnos, Charlotte y yo nos habríamos llevado alguno por el notable logro de haber puesto los pies en una casa ghadamesí.

Si no conociera Libia, habría pensado que Bashir mentía, que no quería admitir que se había quedado sin premio; sin embargo, estoy seguro de que decía la verdad, y es que esto de los premios para todos es lo propio aquí.

Hace cosa de un mes, Charlotte y yo vimos por casualidad la entrega de los Premios Septimio Severo de Trípoli a la Creatividad, mientras nos comíamos una hamburguesa en el barrio tripolitano de Zawi Dahmani. Allí le dieron premio hasta a los azofaifos, se ve que Libia rezuma creatividad por todos los poros.

No sé con certeza a qué se debe este asunto, pero imagino que es una combinación de factores: por un lado, eso de los premios se concibe aquí más como una celebración que como una competición, y por otro, bueno, Libia es un lugar donde las relaciones son muy importantes, y estaría feo (sería “de mala educación”) dejar a alguien sin premio: ¿y por qué yo no? Sería un poco inconcebible, así que se opta por hacer como con los niños: igual no te toca la videoconsola, pero la bolsa de chuches no te la quita nadie.

Vale, no es el estudio antropológico del siglo, pero es mi teoría, ¿qué pasa?

De vuelta a nuestra entrega de premios particular, tan pronto como el último diploma fue entregado y la última mano cálidamente estrechada, me vi nuevamente retrotraído a mi añorada patria: la concurrencia se desentendió de unescos, conciudadanos y casas restauradas, para dedicarse a lo que realmente importaba: el convite.

En Libia como en España, siempre que hay comida gratis a la vista, la gente se atira como si no hubiera comido en la vida. Por desgracia (para mí), en Ghadames no había vino, ni jamón, ni queso, pero la masa se abalanzó igualmente sobre los zumos multifrutas y los pastelillos.

A nosotros, quizá porque nos vieron paliduchos, nos colaron descaradamente; yo, que ya me conozco los gustos libios, intenté rechazar la bomba de azúcar que nos ofrecieron, pero no tuve éxito: el tipo que nos había colado, un ghadamesí vestido igual que Curro Jiménez, nos proveyó de zumo y pastel. A mí me tocó una bola de chocolate, miel y pasta de almendra. A Charlotte no lo sé, porque en cuanto empecé a comer, el exceso de glucosa me nubló la vista.

Una vez bien alimentados, nuestros anfitriones nos mostraron una exposición de artesanía y gastronomía tradicional de la zona. Bueno, también había pizza, pero Bashir nos juró que ya era tradicional en Ghadames antes de que llegaran los italianos. Me abstengo de opinar.

La variedad de dulces, carnes, panes y bebidas era amplia, todo hecho en casa por las mujeres del pueblo, y tan, tan típico del lugar, que había cosas que ni siquiera Bashir conocía, ya que se cocinan en la otra tribu de Ghadames, Walid (Bashir, si os acordáis, pertenece a Wasit).

La muestra de cocina tradicional habría estado muy bien, pero los libios actuales, por decirlo con suavidad, tienen un sentido de la estética muy particular: los dulces se amontonaban en horrendos platos de plástico, las bebidas se mostraban en botellas de coca-cola, y prácticamente todo estaba envuelto en film transparente, en ocasiones empañado por haberse cubierto la comida nada más acabar de cocinarla.

De lo que allí bebimos y comimos no puedo contaros nada, porque no lo entendí ni siquiera mientras lo engullía; algunas cosas estaban ricas, otras no tanto.


No hay festival en Libia donde no se torture a niños disfrazándolos durante horas.


Tras visitar todos los puestos de cocina y artesanía, Bashir nos llevó a su antigua casa para comer cuscús. De ahí nos fuimos al hotel a descansar.

El hotel también tiene su miga. No voy a repasaros la lista de gente interesante, divertida, simpática, antipática y/o bizarra que nos encontramos ahí, pero si me detendré en otro dato importante sobre los viajes en Libia.

Lo normal en el país es viajar en familia, pero con los extranjeros se utiliza otra vara de medir, ya que somos por naturaleza excéntricos. Así, es normal que dos o más hombres (forasteros) viajen solos por ahí, y es normal (o aceptable) que dos o más mujeres (forasteras) viajen solas por ahí; sin embargo, ya seas libio o forastero, un hombre y una mujer viajando solos y sin estar casados... eso es raro.

De hecho, si eres libio, más que raro es ilegal. Lo normal, al menos en el caso de parejas jóvenes y sin hijos, es que te pidan algún tipo de certificado de matrimonio antes de darte habitación en un hotel. Ciertamente hay hoteles que se saltan esta "ley", pero a día de hoy sólo los conozco de oídas.

Si eres forastero, en fin, no es que sea ilegal, pero es inquietante. ¿Qué hacen un hombre y una mujer viajando solos, si no están casados ni son familia? Aquí hay hombres y mujeres que son amigos, pero no hacen viajes juntos, de hecho no se ven fuera de la universidad o de algún café clandestino. También hay hombres y mujeres que trabajan juntos, pero tampoco ellos se van por ahí de viaje. 

En fin, que digas lo que digas, un viaje en grupo mixto resultará sospechoso, por la sencilla razón de que los libios no viajan en grupo mixto. Además, aquí entra en juego otra particularidad libia, una ecuación muy simple y clara que está grabada en el disco duro de esta sociedad, seguramente como producto de la enfermiza y ensimismada dictadura de Gadafi:

                                                                    extranjero + sospechoso = espía

Es así. Aquí eres un espía por menos de ná. Si te roban, te secuestran, te matan o te hacen cualquier cosa, el noventa por ciento de la gente pensará que algo habrías hecho, y que ese algo, seguramente, era espiar. Y si nadie te hace nada y todo te va bien, un porcentaje menor de gente creerá que es porque aún no te han descubierto.

De modo que Charlotte y yo, curándonos en salud, habíamos decidido presentarnos a todo el mundo como marido y mujer, ya que tanto la verdad como el resto de mentiras que pudieran ocurrírsenos conducirían inevitablemente a más mentiras: ¿sois hermanos, pero uno español y la otra alemana?  

Todo fue bien, y en el hotel nos dieron una habitación doble sin preguntar nada. Yo nunca había estado en un hotel libio, y no sabía lo que me esperaba. Me encontré con esto:



Ou yeah, eso es una colcha y lo demás son tonterías.


El sitio estaba muy bien, Hotel Ben Yedder, se llama: habitación doble con baño y desayuno por 60 dinares (40 euros). La gente maja, y a un minuto del casco antiguo. Y ya que me pongo a hacer publicidad, Bashir me dijo que le diera su número de teléfono a todo el que quiera visitar Ghadames, así que si vais para allá, dadme un toque y os lo paso, él estará encantado y es muy recomendable.

En fin. Después de tres intensos días, de dar mil vueltas por la ciudad, de inflarnos a comer, de pasear por las dunas y de conocer a medio Ghadames, llegó el momento de irnos. Yo me habría quedado un poco más, deseaba pasar más tiempo en las viejas calles del pueblo, descubrir más rincones, pero el siguiente avión no saldría hasta una semana después, y faltar al trabajo sin una excusa del tipo me dieron seis anginas de pecho juntas puede provocar que Maria Valquiria se presente en tu casa con esta pinta, así que nos dirigimos al aeropuerto.

Cierto es que no sabíamos si podríamos volar. Dos días antes había tenido lugar la matanza de Gharghour, un par de barrios de Trípoli seguían revueltos, varios vuelos habían sido cancelados... era todo bastante confuso, y los cien pasajeros nos dirigimos al aeropuerto sin saber muy bien lo que nos esperaba.

El aeropuerto de Ghadames tiene su puntazo. Es una pista bordeada por una alambrada, pero sólo por tres lados, de modo que puedes entrar tan campante y darte un paseo por dentro. El acceso oficial te lleva a una especie de gigantesco contenedor de barco, donde hay unas sillas, una cafetería, un par de oficinas y alguna máquina (apagada) de las que pitan si llevas las llaves en el bolsillo.

Nos tiramos ahí cerca de seis horas, si no recuerdo mal. El avión que queríamos abordar estaba en Trípoli, así que no podríamos marcharnos hasta que no se decidiera a despegar, y nadie tenía claro si llegaría a hacerlo.

Al principio, todos esperábamos como se suele esperar la salida de un avión: te paseas, fumas, sonríes a desconocidos, te sientas, te levantas... sin embargo, nuestro avión no llegaba, así que empezamos a confraternizar en serio.

Esto no fue difícil: la mitad de los viajeros habíamos dormido en el hotel Ben Yedder, a otros los habíamos visto en la entrega de premios, y con algunos nos habíamos cruzado por la ciudad vieja, así que tras tres horas de espera éramos todos colegas de toda la vida.

A las cuatro horas de estar allí, nos dijeron que el avión sí venía, pero que aún tardaría mucho en salir, así que la mayoría de la concurrencia se fue a Ghadames para comer. Nosotros, que no teníamos vehículo, decidimos no arriesgarnos a marchar y que luego nadie nos avisara de que el avión venía, así que nos quedamos en el aeropuerto.

Charlotte, que trabaja desde casa, quería ponerse a teclear en el portátil, pero su batería está muerta y no puede encenderlo sin conectarse a la corriente. Cuando los empleados del aeropuerto la vieron buscando un enchufe, rápidamente hicieron lo que cualquier libio habría hecho: encontrarle un enchufe, y si no hubieran tenido, lo habrían pintado.

Nos metieron al despacho del director, nos dieron cocacola, zumo y bollos, y de paso conversación. Así pasaron las últimas horas de espera, yo charlando con los operarios del aeropuerto, Charlotte escribiendo cosas, y una periodista alemana igualmente absorbida por su tarea, todos cómodamente sentados en los sofás del jefe (que no sé dónde estaba, trabajando, desde luego, no). En un aeropuerto mayor, como el de Trípoli, no creo que nos hubieran dado un trato así, pero en el de Ghadames sólo estábamos nosotros, así que sin problemas.

En un momento dado, el teléfono de uno de los "anfitriones" sonó: ¡el avión había salido de Trípoli! ¡Por fin! Rápidamente, el operario... ¡se puso a llamar por teléfono al resto de viajeros! Es como el overbooking, pero en el mundo al revés.

Finalmente, el avión llegó. Subimos. Volamos. El aterrizaje en Trípoli fue normal, y el trayecto a casa en taxi nos mostró la ciudad de costumbre, sin mayores jaleos. En nuestro barrio había un atasco brutal (nada nuevo a las ocho de la tarde), así que hicimos la última parte del trayecto a pie.

Cuando llegamos a casa, sentimos un pequeño vacío, un vacío que no tenía mucho que ver con la vuelta a la rutina. Era el vacío que se siente cuando has estado dentro de la magia, y has tenido que salir de ella después. 

He viajado a bastantes sitios, y espero viajar a muchos más en el futuro, pero creo que Ghadames quedará por mucho tiempo bien alto en mi lista, bien fresco en mi memoria: ese pequeño rincón de casas blancas y palmeras en medio de la nada, ese triunfo del hombre sobre el desierto, un fin del mundo donde nunca pasa nada, y donde uno siente que podría pasar cualquier cosa. Ghadames.



4 comentarios:

  1. ¡Fantástica crónica!
    En serio, ¿has pensado alguna vez en convertir este blog en un libro? Escribes muy bien, tienes sentido del humor y anécdotas no te faltan.
    Prepara un crowdfunding, que yo participo seguro.
    Un saludo desde Mallorca,

    Mateu

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    1. ¡Hola Mateu! Muchas gracias, así al menos seguro que no se me quitan las ganas de blog ;) En cuanto a libro, sí que lo he pensado, pero no sé; el blog es fácil, una sucesión de historietas sin más punto en común que Libia, pero un libro debería ser más congruente, estar más organizado... si cuando me vaya de aquí me veo parado, igual me pongo, pero si acabo en otro país, casi mejor me meto con otro blog!

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  2. Suscribo la opinión de Mateu. Sería un libro bien interesante. Besitos.

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    1. ¡Pues nada, me pones a currar en ello este verano y a ver qué sale!

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