Para un español, europeo, acostumbrado al catolicismo, a
cosas como el alcohol, y a ver mujeres por la calle, es todo un shock llegar a Libia,
África, país cien por cien musulmán, donde el alcohol está prohibido y en la
calle sólo hay hombres; pero estas consideraciones llegan sólo después, porque
al principio la sensación es de curiosidad, sí, pero también de inquietud
constante, todo es motivo de duda y de preocupación.
¿Bebo el agua del grifo? ¿Me dará diarrea? ¿Moriré?
¿Entro en esa calle deficientemente iluminada? ¿Me hará
alguien algo? ¿Moriré?
Esta inquietud dura poco, porque en Libia, como en tantos
otros sitios, se muere con más facilidad que en España, pero no se muere así
como así. Los libios (al menos los hombres tripolitanos, que es la parte que conozco
y a la que referiré normalmente) son un pueblo sonriente y hospitalario,
bromista, perezoso, tranquilo, disfrutan con los extranjeros porque tenemos
mucho dinero, buenos equipos de fútbol y mujeres a mansalva, y les gusta
acribillarte a preguntas para después llenarte la cabeza con lo suyo, con el Corán,
con el té y el café, con lo que comen, con los sitios a los que van de picnic,
con los hijos que tienen o que tendrán.
Después de la segunda impresión, la de la calurosa acogida,
uno se acuerda de las mujeres, y la euforia se rebaja. Aquí no es que haya
sexismo, es que la mujer no existe. Es útil, sí, para parir y para estar en
casa organizando la limpieza y las comidas, pero por lo demás se la desprecia
de manera brutal, lo más suave que se les dice es que no saben conducir bien.
Tras esta tercera impresión queda claro que no se ha
cambiado de mundo. Es un mundo como todos los demás, con cosas buenas y cosas
malas, con la diferencia de que este mundo está cambiando, cambia algo cada día,
y esos cambios chocan con tradiciones de mil años y con una tiranía de cuarenta,
y en medio estoy yo. Os invito a ver lo que va pasando.
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