viernes, 30 de marzo de 2012

Llegar a Trípoli


Lo primero que verá el viajero que desde Europa llega en avión a Trípoli son las plataformas petrolíferas, color naranja fosforito, con una chimenea llameante anunciándolas también de noche. Ya sobrevolando la costa, la tierra no se diferencia mucho de otros puntos del Mediterráneo, casas bajas o altas acabadas en terrado, olivos, pinos, palmeras, chumberas y huertos bordean carreteras y caminos de tierra.

En el aeropuerto no se puede fumar, pero hay quien fuma, concretamente los trabajadores del aeropuerto, ya sean mozos de carga, aduaneros o policías. Los demás hacemos caso de los carteles prohibitivos.





El aeropuerto de Trípoli está controlado por una de las numerosas milicias que, desde la guerra, dan vueltas por Libia; su labor consiste básicamente en proteger el espacio aéreo de posibles ataques por parte de gadafistas rezagados u otros entes. Hace poco, los dirigentes de dicha milicia anunciaron al gobierno de transición que querían dejar de vigilar el aeropuerto, alegando que no es su obligación, que no tienen los medios necesarios para ello, y que el gobierno no les aporta los suministros necesarios. Entretanto, el aeropuerto funciona sin problemas.

Para llegar a Trípoli faltan todavía 35 kilómetros, que se cubren en coche o en taxi. Es aquí, en la puerta de llegadas, donde el viajero encontrará la única similitud clara entre cómo se trata a los occidentales en Libia y en sitios como Turquía o Marruecos, porque hay muchos taxistas esperándoles y ofreciéndose con insistencia. El resto del viaje no verá ni niños pidiendo dinero u ofreciéndose para hacer de guías, ni hombres ofreciendo hachís, ni camareros cortando el paso para ofrecer una mesa en su restaurante. Libia ha vivido cuarenta y dos años de cerrazón recalcitrante, y el turista es todavía una rara avis, lo cual se agradece.

Llegando a Trípoli o a Tarabulus, como se la conoce en libio, aparecen multitud de minaretes, los primeros bloques de pisos, algún que otro rascacielos y el palacio de Gadafi. Quien lo recuerde sabrá que quedó medio en ruinas tras un bombardeo estadounidense, y que Muamar no quiso repararlo, para tener un recordatorio del peligro occidental y la resistencia Libia; bueno, ahora lo que se ve es un enorme solar lleno de escombros, lo que quedó del edificio tras la guerra y la victoria rebelde, cuando la gente acabó de destrozarlo como hacían los berlineses con el muro.

Bajando del coche uno quiere tomarle el pulso a la ciudad, dar una vuelta, llevarse una primera impresión, pero si se ha llegado en viernes, como es mi caso, encontrará una ciudad de dos millones de habitantes absolutamente desierta, sin gente, ni tiendas, ni bares, porque el viernes aquí es como el domingo allí, y la gente se va a su pueblo, al campo o se queda en casa.

Esperemos, pues, a que llegue el sábado.

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