Lo primero que verá el viajero que desde
Europa llega en avión a Trípoli son las plataformas petrolíferas, color naranja
fosforito, con una chimenea llameante anunciándolas también de noche. Ya
sobrevolando la costa, la tierra no se diferencia mucho de otros puntos del
Mediterráneo, casas bajas o altas acabadas en terrado, olivos, pinos, palmeras,
chumberas y huertos bordean carreteras y caminos de tierra.
En el aeropuerto no se puede fumar, pero hay
quien fuma, concretamente los trabajadores del aeropuerto, ya sean mozos de
carga, aduaneros o policías. Los demás hacemos caso de los carteles
prohibitivos.
El aeropuerto de Trípoli está controlado por
una de las numerosas milicias que, desde la guerra, dan vueltas por Libia; su
labor consiste básicamente en proteger el espacio aéreo de posibles ataques por
parte de gadafistas rezagados u otros entes. Hace poco, los dirigentes de dicha
milicia anunciaron al gobierno de transición que querían dejar de vigilar el
aeropuerto, alegando que no es su obligación, que no tienen los medios
necesarios para ello, y que el gobierno no les aporta los suministros
necesarios. Entretanto, el aeropuerto funciona sin problemas.
Para llegar a Trípoli faltan todavía 35 kilómetros , que se
cubren en coche o en taxi. Es aquí, en la puerta de llegadas, donde el viajero
encontrará la única similitud clara entre cómo se trata a los occidentales en
Libia y en sitios como Turquía o Marruecos, porque hay muchos taxistas
esperándoles y ofreciéndose con insistencia. El resto del viaje no verá ni
niños pidiendo dinero u ofreciéndose para hacer de guías, ni hombres ofreciendo
hachís, ni camareros cortando el paso para ofrecer una mesa en su restaurante.
Libia ha vivido cuarenta y dos años de cerrazón recalcitrante, y el turista es
todavía una rara avis, lo cual se agradece.
Llegando a Trípoli o a Tarabulus, como se la
conoce en libio, aparecen multitud de minaretes, los primeros bloques de pisos,
algún que otro rascacielos y el palacio de Gadafi. Quien lo recuerde sabrá que
quedó medio en ruinas tras un bombardeo estadounidense, y que Muamar no quiso
repararlo, para tener un recordatorio del peligro occidental y la resistencia
Libia; bueno, ahora lo que se ve es un enorme solar lleno de escombros, lo que
quedó del edificio tras la guerra y la victoria rebelde, cuando la gente acabó
de destrozarlo como hacían los berlineses con el muro.
Bajando del coche uno quiere tomarle el pulso
a la ciudad, dar una vuelta, llevarse una primera impresión, pero si se ha
llegado en viernes, como es mi caso, encontrará una ciudad de dos millones de
habitantes absolutamente desierta, sin gente, ni tiendas, ni bares, porque el
viernes aquí es como el domingo allí, y la gente se va a su pueblo, al campo o
se queda en casa.
Esperemos, pues, a que llegue el sábado.
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