20 de marzo
Después de ver el piso y acordar que me quedo,
tengo algunos gestiones pendientes, gestiones en las que me ayudará Hamza;
Hamza es bajito, calvo y regordete, tiene una brillante y redonda cara de niño
feliz, y va afeitado salvo por una mosca bajo el labio inferior. Trabaja en el
servicio técnico de una institución pública, además de diseñar páginas web y
dedicarse a la compra-venta de coches. Un pieza. También va a ser mi vecino. Y
mi primer amigo libio.
Llega media hora tarde y con legañas (sólo son
las diez y media), nos saluda a nosotros y al resto de la calle, su calle, y se
compra un café. En Libia no hay prisas. Tras una visita rápida a mi futuro
piso, Mustafa nos deja para que hagamos nuestros recados, a saber:
- Muchas fotos de carné (mías)
- Una tarjeta SIM para el móvil (para mí)
- Un móvil (para mí también)
Yo no hablo árabe, pero no problem, Hamza
habla inglés e italiano con una estupenda y difícilmente comprensible fluidez.
Esto está hecho.
Lo primero, las fotos. Me dice que lo siente mucho,
pero que hay mucho tráfico y que tendremos que ir andando (son diez minutos,
pero los libios ODIAN andar, irían con gusto en coche por el pasillo de sus
casas).
Comprensivo le perdono y partimos. De camino
pasamos por un mercado, en el mercado por una tienda de animales, y ahí se le
ilumina el rostro y grita: “Lorenzo! You see snacks!” Admirado por su pasión
hacia Matutano le sigo por la tienda, que es dantesca: mil jaulas con loros,
periquitos, conejos, gatos, pavos, ocas, palomas, perros (muy raro, en Libia no
gustan, al parecer el profeta los declaró impuros), erizos, cobayas… por
desgracia no quedan snacks, que resultaron ser snakes.
Seguimos hacia la tienda de fotos, y una vez
allí nos sorprenden vari@s niñ@s ataviad@s con los trajes tradicionales de
Trípoli, ellas maquilladas hasta el absurdo. Resulta que el 20 de marzo es el
día de los niños, les hacen regalos, los disfrazan o les encasquetan el traje
típico y les hacen fotos. A lo largo del día veremos piratas, princesas,
milicianos con bandera y pistola, futbolistas, todo en miniatura.
Las fotos. Me siento y me veo en la típica
situación: ¿sonrío? ¿Me pongo serio? ¿Algún día saldré en una foto de carné sin
cara de besugo? Lo que yo no sabía es que esta vez tengo asistentes de imagen:
Hamza y la fotógrafa me limpian los hombros, me estiran y abotonan la camisa,
me repeinan, y cuando empiezo a temer que me afeiten, me hacen la foto. La
chica le enseña el resultado a Hamza, que no a mí (¿le gusta cómo
ha salido el niño?), y nos dice que en una hora volvamos.
Vamos pues a por la tarjeta SIM. Por el
camino, y será así continuamente, Hamza saluda más o menos a todo lo que ve;
los libios se saludan mucho, más si se conocen, pero si no, pues igual también;
eso sí, decir adiós lo llevan peor, normalmente cierran la conversación de
forma abrupta, pero sin acritud, simplemente es así.
En trípoli, y aún no he sabido bien porqué,
sólo hay dos sitios donde vendan tarjetas SIM, vamos, números de teléfono; el
día anterior (19 de marzo y día de la madre en Libia, ojo al dato) habíamos ido
Mustafa y yo a uno de ellos, pero un amable miliciano y su kalasnikof nos
indicaron que no hay tarjetas hasta abril. Sin embargo, siempre hay un camino a
la derecha, y Hamza “conoce a alguien”.
Durante el trayecto Hamza me va aconsejando:
“this shop very good parfum”, “this shop very cheap pane”, “this shop buona
maglia”, a la vez saluda a casi todos los hombres que ve, y piropea a casi
todas las mujeres que pasan, les dice “asula”, que literalmente significa
melosa. Finalmente llegamos al sitio, es una tienda de informática, pero con
muy pocos productos, y me hago con un número de teléfono.
Armados con la compra volvemos a por las
fotos: 16 fotos = 3 dinares (yo tampoco sé para qué necesito tantas fotos).
Salgo con cara de besugo.
A estas alturas mi acompañante, que lleva sin
caminar tanto desde que aprendió a hacerlo, está sudoroso y colorado, así que
volvemos a nuestra calle (“salam aleikum!” x 6, “asula!” x 3) y tomamos un té a
la sombra.
Una vez recuperados, pasamos a una tienda de
maletas a saludar a un amigo. En una mañana le he dado la mano a tanta gente
que parece que me caso. Finalmente arrancamos del todo hacia el tercer
objetivo. El móvil.
Esto me preocupa; aquí existen modems y
routers, pero funcionan regular y los instalan no se sabe cuándo, así que si
quieres internet (cosa que yo quiero, entre otros motivos para torturaros con
este blog), conviene un móvil con wifi y cosas así. El día anterior, Hamza, amante de las nuevas tecnologías, me
había amenazado con un móvil de 700 dinares. Me he informado, y los más baratos
con conexión a internet valen 175, así que llevo 200 encima. Esa es la
situación.
¿Por qué lo digo? Porque ha empezado la guerra
Hamza’s Tecnology vs. Lorenzo’s Economy. Vemos como mil doscientas tiendas de
telefonía móvil, y todo el rato igual: “android 700 dinar” vs. “I have 200 dinar”, “double camera
400 dinar” vs. “I have 200 dinar”, “this cost 1000 last year, now 500” vs. “I have 200 dinar”. En la última tienda vemos uno que le encanta, tiene de todo (sea lo que
sea lo que eso significa) y vale 250. Cuando Hamza ve mi cara de “I have…”, se pone
serio y me dice: “Lorenzo: you far from home. You need good internet to comunicate family and
friends. You need good camera your friends see you. I give you 50, you me
tomorrow or next year”.
Imaginándome a mi madre abrazada al cuello de
semejante espíritu protector, declaro mi amor por el prodigioso Samsung Galaxy
de sistema operativo android que ha escogido y lo compramos.
Salimos a la calle.
Son las tres y media; cinco horas para hacerse
fotos, comprar una SIM y un móvil.
¡No es país para estresados!
De vuelta a nuestra calle nos cruzamos con un
loco gritando. Pregunto y Hamza me dice que está explicando cómo usar una
ametralladora antiaérea; es un sonado de la guerra, hay muchos ahora en Libia,
gente que ha visto demasiado. Me fijo y, entre las muchas chapas militares que
le cuelgan del cuello, hay una con la bandera de España.
“Now we need to eat”, me dice Hamza; “what car
do you want to use?”, y ante mi sorpresa señala sus dos coches, uno junto al
otro en la puerta de su casa.
Me pido el BMW.
Hamza me lleva a las afueras de Trípoli, al
barrio de Tajoura, para comer “traditional food”, y avisa que no me dirá lo que ha pedido hasta
que lo haya probado. Imaginándome lo peor le digo “ok, but please no eyes”,
ante lo cual cede y me dice “no, no, only camel”.
Pero llegamos al sitio y no queda camel.
Claro, son ya las cuatro y media, y no queda ni pollo, así que pedimos dos
tipos de arroces y osbán.
“to drink?”, me pregunta; “water”, contesto, y
me mira con cara de pobre-qué-perdido-anda; “no, look, you have cola, fanta…”,
y yo: “no, I want water”; Ahí ya me mira con cara de este tío es rematadamente
idiota y me dice: “no, you want cola”.
Si alguien lo entiende…
El menú: coca cola, arroz blanco con pasas,
almendras e hígado (muy bueno), arroz amarillo con perejil, menta, garbanzos y
algo carnoso (muy bueno), “fabada” con perejil y sin carne (muy buena), una
salsa roja para mojar (“Lorenzo, esto solo pruébalo un poquito” , “por qué, es
muy picante? , “no, tú no costumbre, tú diarrea” – le hice caso, of course), y
el plato fuerte: osbán, o lo que es lo mismo, intestino de oveja relleno de
arroz y especias. Al parecer lo vacían con un cuchillo, lo meten tres días en
limón y vinagre, y luego lo preparan. Estaba bueno, aunque algo pesado.
Después de comer fui al baño, y al salir vi
que me había pedido un postre a traición: un vaso lleno de almendras
crudas y té. Es típico aquí. Había como cuarenta o cincuenta almendras flotando en un poco
de té, y nada, me puse a la tarea.
¿Quién se come un kilo de almendras de postre?
Pues ahí estaba yo, con mi cuchara de plástico, y venga, y de dos en dos, y
cuando llevaba como veinte y me estaba ya ajogando con j, le pego un sorbo al té;
“¡no bebas!”, me dice. “¿Por?”, pregunto. “El té se bebe al final, para
limpiar, porque ya notarás que se quedan trozos pequeños en los dientes y en la
garganta”.
Ante su mirada de “ahí lo tienes, pequeño
saltamontes”, asentí y seguí comiendo (no pude con todas, las últimas seis
docenas las tiré valientemente a escondidas).
En otra ocasión volvimos al mismo sitio, esta
vez con unas chicas medio libias, medio inglesas, y no nos sentamos en la
terraza, como hoy, sino detrás de unos biombos puestos a propósito para las
mujeres, para que los hombres no les digan cosas o para que no “molesten”, aún
no he encontrado una fuente fidedigna que me aclare el motivo real.
Después de comer (inmediatamente después, los
libios desconocen la palabra sobremesa) nos dedicamos al deporte nacional de
este país: dar vueltas con el coche sin destino alguno. Estuvimos dos horas de
aquí para allá, pasando varias veces por los mismos sitios, parando un par de
veces a tomar café, y finalizando la velada en la tienda de maletas, donde me
sentaron a ver un capítulo de una serie policíaca turca.
Y así acabó mi primera tarde de asueto en
Trípoli.
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