sábado, 10 de mayo de 2014

Leptis Magna II



Y seguimos con nuestra visita a Leptis.


Tras vistitar el foro, tomamos un camino que, bordeando el mar, nos llevaría al templo de Serapis y al mercado. En este camino se encuentra lo más parecido a un tren que hay en toda Libia, las vías por las que los italianos transportaban pedruscos y arena de aquí para allá. Salah nos dijo también que este punto del yacimiento era el elegido por los fascistas para robar columnas y estatuas (cita literal), y parece que no mentía, ya que allí se amontonaban varias columnas con nombres grabados en ellas: ¿destinatarios?



Y así es como se monta un dintel sin usar argamasa ni historias.


El tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos...



Así jugaban los romanos al guá.



El AVE.


Esperando ser llevadas a alguna villa en italia.


Del templo de Serapis diré poco, es un rincón que más merece ser visitado que descrito. Una pequeña explanada a la que se accede por cinco o seis escalones, tres columnas solitarias, alrededor arbustos y maleza, de fondo el mar, el mar multicolor de Libia, tan negado en Trípoli como hermoso en el resto de la costa que hasta ahora he visto.


Esta para mi profe de griego, ¡hola!


Serapis sabía lo que se hacía al montarse el adosado.


De ahí fuimos al mercado. Para el turista, este sitio es quizás el menos atractivo de Leptis Magna, pero imagino que para el arqueólogo y el historiador es un pequeño tesoro. Aquí se vendían, entre otros muchos productos, las aceitunas y las fieras que hicieron famosa a esta ciudad dentro del mapa comercial romano.

En el mercado vimos a nuestro segundo turista del día, un occidental con cara de alemán o quizá francés, y que no nos devolvió el saludo. Visitó el mercado a la carrera, muy serio y con ojo crítico, difícil decir si era un erudito y buscaba detalles invisibles a los ojos de un lego en la materia, o si miraba y no veía, ajeno a la belleza del pasado. Me recordó a una persona que come con prisas porque debe volver rápidamente al trabajo, pero ya digo que no conozco su historia.


Esto no sé lo que era, pero quedaba muy resultón.

¿Qué medían con esto? ¿Cebada? ¿Mecheros? ¿Fichas del Tetris?



El teatro fue nuestra última visita antes de la comida. Aunque es grande e impresionante, me pareció menos bonito que el de Sabratah, y desde luego peor conservado (lo que tampoco es culpa suya, claro). Sin embargo, el teatro romano más feo del mundo es igualmente una maravilla, y el teatro de Leptis Magna dista mucho de ser feo. Además, allí hice una de las fotos mentales más bellas de mi vida.

Cuando mi profesora de griego del instituto fue por primera vez al Partenón de Atenas, se paseó libremente entre sus columnas; cuando fui yo con ella, apenas si podíamos acercarnos a su perímetro (lo cual no importa lo más mínimo, ¡visitad la Acrópolis ya, si es que aún no lo habéis hecho!).

Lo que quiero decir es que, según pasa el tiempo, y según aumentan los cuidados puestos en cualquier yacimiento arqueológico, menos te puedes acercar a las cosas interesantes.

En Libia, los yacimientos están protegidos de aquella manera, así que te puedes mover por ellos como te dé la gana. Me estuve paseando por los bastidores, los túneles, y al final subí por las gradas de los espectadores tratando de acercarme a unas columnas solitarias a la izquierda del escenario.

A qué altura me encontraba no lo sé, me cuesta calcular esas cosas: ¿veinte metros? ¿Treinta? El caso es que a mis pies se extendía toda la ciudad: el teatro, el foro, el mercado, las calles invadidas por la maleza, y también el mar, el azul lleno de azules que es el Mediterráneo.

El viento soplaba con fuerza, y yo me agarraba a una columna que ya no sostiene nada, una columna que alguien, dos mil años atrás, colocó ahí para que un día yo, solo, dedicara unos minutos a contemplar lo hermoso que es el mundo, y lo grandioso y efímero, lo imponente y frágil que es el ser humano. No conozco civilización como la romana, capaz de tanta belleza, tantos robos, tanta muerte y tanta luz. Roma, majestuosa y terrible fábula de nuestra especie.


Como suele pasar, la foto no hace honor a la realidad.



No, por más que te pongas, pero aún así no ha quedado mal.


Para cuando nos dimos por satisfechos con nuestra visita al teatro, era ya la hora de comer. Salah, que nos había abandonado junto al mercado para ir al rezo de mediodía  (recordad, era viernes), esperaba en la cafetería del recinto arqueológico.

El plan era comer algo en su casa. Lo que no sabíamos es que al decir “su casa”, se refería a su casa de verano.

Salah, al igual que otros muchos habitantes de Khums, tiene una casa en la playa, para los meses de más calor. Sin embargo, y al igual que otros muchos habitantes de Khums, no tiene dinero como para permitirse una casa de ladrillo y cemento, así que lo que tiene es un contenedor de barco con puerta y ventanas, situado, eso sí, a un metro del agua.


El palacete en cuestión.


La casa de Salah es la perfecta representación de muchísimos libios. Un buen número de sus compatriotas consideran que Libia, sus costumbres, sus clanes y sus anécdotas son lo único importante del mundo, algo que ocurre también en España.

Sin embargo, otros muchos libios bullen por dentro pensando en el ancho mundo, sobre todo en el occidental. Esto no ocurre así en España: nosotros podemos ver mundo si queremos, podemos (o podíamos) ahorrar algo de dinero, y los visado no son mayor problema. Los libios lo tienen más difícil, así que muchos crean un santuario viajero en su cabeza, un santuario de sueños, o bien, como Salah, utilizan esos sueños para decorar su casa.

En su contenedor metálico, junto a una decoración absurda que ya he visto alguna vez en casas de campo de La Mancha o Montiel, Salah guarda tesoros, tesoros que ha encontrado por ahí, o tesoros que sucesivos viajeros le han ido dando: un libro de cocina siciliana, un recorte con fotos de surfistas, un trozo de madera petrificada, y un enorme atlas, restos del mundo, del que no conoce y del que sí.

Y esto. ¿Por qué? ¿Por qué?


Salah rechazó toda propuesta de ayuda diciéndonos que nuestra tarea sería poner la mesa, y se puso a cocinar una versión simplificada de la bakbaka que ya os describí aquí. Nosotros, mientras, paseamos por la costa, y admiramos el pequeño y bonito jardín que Salah ha plantado tras su contenedor, al abrigo del viento.


La playa de Khums.


Esto también.



Tras la comida nos saltamos la siesta y volvimos a Leptis Magna para completar nuestra visita. Allí nos encontramos con esto:

La derecha...


... la izquierda...


... y el centro.



Hace años, cuando fue descubierto, el anfiteatro de Leptis Magna estaba completamente lleno de arena, y la hierba crecía sobre él. Hoy en día se puede apreciar perfectamente cómo funcionaba: los graderíos, los pasadizos, el rincón de las fieras… es una construcción imponente, y quizá llegue a serlo más cuando alguien acabe con las excavaciones, ya que no sé si fue diseñado como un agujero en el suelo, o si su magnífica fachada sigue enterrada, veremos.

Paseando por los entresijos del anfiteatro nos encontramos con el esqueleto de un puercoespín. Le hice una foto, pero no la pongo por si os da repeluco. Salah se alegró mucho, y se puso a recoger sus púas, al parecer los pescadores las utilizan para algo, y se venden a buen precio en los mercados.

Me las quitan de las manos.


Junto al anfiteatro está el hipódromo, hoy en día poco más que una explanada cubierta de piedra, y a cinco minutos en coche se halla el final de nuestra visita, el puerto.

Dado que Leptis Magna era un punto muy importante dentro de la red comercial romana del Mediterráneo, entre los siglos II y III de nuestra era Septimio Severo decidió construir un puerto que estuviera a la altura. Iba a darle a la ciudad el empujón que necesitaba, algo así como la terminal 3 de Barajas.

Sin embargo, los ingenieros no contaron con el desierto. Estaba demasiado lejos como para tenerlo en cuenta, imagino, y sin embargo su arena vuela muchos kilómetros, y puede encontrarse hasta en la nieve de Londres.

Así, la ensenada quedó cegada por la arena poco después de las obras, y el puerto de Leptis Magna murió joven pese a haber sido creado para durar mucho tiempo, como el Titanic o la dinastía del primer emperador chino. Lo que más gracia me hace es que el puerto se ubica en la desembocadura de un río, de un wadi, como lo llaman aquí. Los ríos de Libia suelen estar secos, son ríos estacionarios que sólo llevan agua cuando llueve mucho por otros lados, así que sí, normalmente lo que llevan es... arena. El puerto de Leptis Magna lo estropeó el río, pero no por inundación, sino por enterramiento.


Antes tó esto NO era campo.




Un amarre que, como se ve, ahora está en secano.


Esta bonita playa es la desembocadura del río, por aquí entraban los barcos hace 1800 años. Al fondo, el faro.

Esto era un semáforo que funcionaba con banderitas.


Junto al puerto se encuentran los últimos restos encontrados en Leptis Magna, las termas de los marineros. Al parecer, no estaba bien visto que su mugre se mezclara con la mugre local, de modo que se les montó un chiringuito allí mismo, junto al mar.

Así nos fuimos de Leptis Magna, y nos encaminamos hacia Trípoli. En el camino haríamos dos escalas más, la primera de ellas en Villa Silín. Aquí podéis ver un vídeo con fotos mejor iluminadas, y frescos que yo no pude visitar.

A lo largo de la costa libia se sitúan muchos palacetes, casas de romanos ricos. ¿O en realidad no? Me guardaba esto para alguna entrada sobre el este de Libia, pero entre unas cosas y otras no sé si llegaré a ir allá, así que os lo cuento ahora.

Muchas de estas villas costeras están en un estado tan ruinoso, tan vencidas por la sal y la humedad, que más bien parecen obra de la erosión que de la mano humana. O quizá sea al revés, quizás el capricho de las olas ha modelado algunas rocas con la forma de una casa, incluso con un agujero remedando una ventana.

Sea como fuere, aquí y allá se ven rocas que podrían haber sido una casa muchos años atrás. Si visitáis uno de estos enclaves en la compañía de un libio, os asegurará que es la casa de Kilobatra. ¿Adivináis quién era Kilobatra?

En efecto, es la versión arabizada de Cleopatra VII, la famosa reina Egipcia. Aquí se dice que pasaba más tiempo en Libia que en Egipto, y que vivía en su casa de la costa. ¿Pero en qué casa? Porque ya me han dicho que vivía en Khums, en Benghazi, en Derna y en no sé cuántos sitios más.

Villa Silin, en cualquier caso, no era la casa de Kilobatra, sino de alguna rica familia romana. Tenían muchas tierras de cultivo, un maestro para los niños, un pozo de agua dulce y el mar frente a la puerta. De hecho, mediante un ingenioso y simple sistema de ventilación, usaban la brisa marina para refrescar la casa en verano.

De toda la villa, lo más impresionante son los mosaicos: repartidos por el suelo, inverosímilmente vivos, saludan estos magníficos puzzles que tan bien sabían montar los romanos.













Ya en camino hacia Trípoli, Salah se empeñó en parar en un hotel a la salida de Khums. Lo curioso del sitio es que durante años fue una residencia de Gadafi, y después, cuando comenzó a funcionar como hotel, dicen que el personal trabajaba para el servicio secreto, y que allí se tomaba nota de quién iba, cuándo y por qué. Esto no tiene por qué ser cierto, en Libia hasta los gatos son susceptibles de ser tachados de espías.

El sitio es bonito, en medio de un pinar y con el mar al fondo, pero estábamos casados y no quisimos tomar ni un café, así que subimos al coche y nos marchamos, no sin antes tomar nota de este cactus tan patriótico, con el cual me despido. ¡Salud!



2 comentarios:

  1. me parece que otra vez los romanos han demonstrado lo chulos que eran y que han quedado. Sobretodo los de Montesacro.
    A por el mundial!!!

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  2. Lorenzo, espero que estés bien. Estoy preocupado por lo que está sucediendo en Libia. Esperamos noticias tuyas.
    Mateu

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