sábado, 1 de febrero de 2014

La Perla del Desierto - Ghadames II



Las ciudades libias que he visitado hasta ahora pueden calificarse de muchos modos: interesantes, diferentes, curiosas, extrañas, exóticas, tranquilas, caóticas… se me ocurren docenas de adjetivos que podrían describirlas, pero hay uno que, al menos de momento, sólo puedo aplicarle a Ghadames y a ninguna otra ciudad de este país: bonita.

Imaginad un pequeño mar de adobe y cal, surcado por callejas y pasadizos a la sombra, trufado de pequeñas plazas, adornado con palmeras, frutales y añosos olivos de diez metros; la falta de habitantes da una primera impresión de decorado, pero pronto se escuchan balidos de oveja, se cruzan en el camino hombres cargados con una azada, un saco de arena, un rastrillo, o se pasa junto a un grupo de abuelos que beben té a la sombra de los soportales.

Uno se da cuenta de que la vieja Ghadames no está viva, pero tampoco muerta; su casco antiguo se resiste a transformarse en una mera atracción turística, sintiendo aún tan cercana una época en la que sus casas estaban ocupadas, sus calles bullían, sus huertas florecían desafiando al todopoderoso desierto.

Precisamente por las huertas comenzó nuestro paseo: como era la hora de la oración del mediodía, no nos cruzamos con nadie durante mucho rato, y esa soledad tenía algo de fantasmal, caminando entre altísimos árboles y oyendo sólo el canto de los pájaros, dos cosas que no es muy normal encontrarse en Libia.

Vistas desde fuera, las huertas parecían mantenerse en activo, o haber sido abandonadas un par de días antes, como mucho; sin embargo, un examen más atento mostraba que los olivos y los frutales podían muy bien llevar veinte años sin conocer poda alguna, y que nadie se había molestado en recoger los dátiles de las palmeras. Cuando nos decidimos a entrar a alguna de las parcelas, vimos también que las malas hierbas se habían hecho con todo el terreno, y que casi todos los ramales particulares del canal estaban cegados o directamente destruidos.

¿Qué fue de las huertas? ¿De dónde salen, por ejemplo, las toneladas de dátiles que, con denominación de origen Ghadames, consumimos por toda Libia? Ya os digo que no conseguí ver ninguna plantación activa, no sé dónde las esconden. Lo que sí vimos fue un par de árboles rarunos:






Palmera indecisa.


Cuando nos aburrimos de las huertas, nos acercamos a uno de los tres (¡tres!) cementerios, y allí nos detuvimos mucho rato. Una siemple explanada junto a la muralla de la ciudad, con cientos, miles de piedras; no lápidas, piedras, sencillas piedras sin nombre.



El mar de muerte con la ciudad al fondo.


Las lápidas sin nombre.


Al principio pensamos que el viento y la arena habían borrado los nombres de los muertos, pero no; luego supimos que es tradición enterrar a la gente así, sin marcas, para evitar que los enemigos del fallecido vayan a molestarle en su descanso. De cualquier modo, el resultado es increíble, difícil saber si se está ante una obra humana o un capricho del desierto.

Aunque nuestro paseo en solitario nos iba gustando mucho, Charlotte y yo estábamos deseando comenzar la visita guiada con Bashir. Estaba claro que, sin alguien que nos explicara un par de cosas, nos marcharíamos de allí con un puñado de bellas fotos en la retina, y sin saber casi nada de un sitio fascinante.

A eso de las tres de la tarde nos encontramos con nuestro guía, y lo primero que hizo fue sentarnos a la sombra, con la intención de darnos una breve introducción histórica. 
 


Se piensa que Ghadames alberga asentamientos humanos desde hace unos 4000 años, cuando fue poblada por los primeros bereberes. Sin duda, la zona había sido habitada durante milenios, pero dado que el Sáhara era aún una tierra verde y fértil, no había motivos para concentrar la población en Ghadames. En torno al 2000 a. C., sin embargo, un cambio climático brutal comenzó a dar forma al desierto, y el oasis de Ghadames, su inagotable fuente de agua potable, hizo que se formara allí un gran núcleo de población bereber.

Ya a finales del siglo I a. C., durante el reinado del emperador Octavio Augusto, la ciudad (y toda Libia) fue conquistada por los romanos e incorporada a su imperio. Años después se incorporaría también al imperio de la cristiandad.


Un nuevo cambio tuvo lugar en algún momento entre los siglos VII y VIII, cuando  llegaron los árabes, y con ellos el Islam. Más adelante, a finales del siglo XVI, Ghadames fue ocupada por los turcos otomanos, brevemente por los franceses a finales del XIX, y definitivamente por los italianos a principios del XX.

Tras la Segunda Guerra Mundial, Libia se dividió en tres zonas (sería algo así, no lo tengo muy claro: Cirenaica británica al este, Tripolitania italiana al oeste, Fezzan francés al sur), así que Ghadames fue un protectorado francés durante seis años, hasta la definitiva independencia de Libia en 1951. 

Como veis, Ghadames ha sido invadida y requeteinvadida a lo largo de los siglos; sin embargo, y a diferencia de las ciudades costeras, que han aceptado de mejor talante las sucesivas llegadas de fenicios, griegos, romanos, árabes o turcos, la Perla del Desierto ha sido siempre una zona rebelde al estilo de la aldea de Astérix, protagonista de muchas revueltas y batallas. Esta actitud levantisca, combinada con la "protección" que otorga estar en medio de la nada sahariana, ha propiciado que los ghadamesíes pudieran gestionarse de manera independiente durante larguísimos períodos, aunque eso sí, siendo siempre permeables a las distintas influencias culturales, religiosas, económicas o lingüísticas que llegaban desde fuera.


Mezquita construida con columnas romanas.


La primera prueba de esta permeabilidad está en el nombre mismo, y es que ¿por qué la ciudad se llama Ghadames? Hay varias teorías:

a)   El término proviene del nombre que le pusieron los romanos, Cydamus. Esta palabra podría ser una latinización del nombre original bereber, hoy desconocido, o un término genuinamente romano: según Bashir, nuestro guía, Cydamus significa lugar donde hay cobre, pero no sé hasta qué punto es cierto.

b)   El término es de procedencia árabe, lo cual se suele explicar con una simpática historia: se dice que una caravana almorzó en el oasis que es el corazón de la ciudad, retomando poco después el camino; debieron perderse y andar en círculos, puesto que al día siguiente llegaron al mismo lugar, y dijeron: aquí almorzamos ayer. Y en efecto, si unimos ghad (almuerzo) y ams (ayer), obtenemos Ghadames.

Sin embargo, yo (eminencia en el tema) le doy poco crédito a esta última teoría, más que nada porque se basa exclusivamente en vocablos árabes; ¿almorzó dicha caravana en una ciudad de 2500 años de antigüedad, la cual, curiosamente, carecía de nombre? ¿No hablaron con nadie, no se dieron cuenta de que estaban en una población? Más bien imagino que Ghadames es una arabización del nombre romano o del nombre bereber, sea el que fuera. O los árabes dijeron pa chulo yo, y le cambiaron el nombre sin más.

En cuanto al origen de la ciudad en sí, podemos narrarlo sin salir del ámbito de la tradición:

Según cuenta la leyenda, en el oasis de Ghadames vivían hace muchos, muchos años, los hermanos Wasit y Walid. Un mal día, los dos hermanos discutieron y se separaron, mudándose el uno al sur del oasis, el otro al norte, quedando definitivamente así asentados.

Con el tiempo, de estos dos hermanos nacieron las tribus Wasit y Walid, que a su vez se dividieron en tres y cuatro núcleos de población respectivamente. Estos siete poblados, situados en principio a cierta distancia del oasis, fueron creciendo poco a poco, hasta que finalmente sus casas llegaron a estar pared con pared. Llegados a ese punto, ambas tribus decidieron construir una muralla común que los defendiera de enemigos externos. 

Así fue como Ghadames se convirtió en lo que es actualmente, y así se originaron las siete calles (o barrios) que conforman la ciudad. Aquí tenéis un plano medieval que encontré en la Biblioteca Nacional de Trípoli:


Bueno, vale, lo he hecho yo.


Calles o pueblos es como los ghadamesíes llaman a los siete barrios que conforman la ciudad, y la separación no es meramente histórica o urbanística, sino política, religiosa y cultural.

Un ejemplo claro: en su época de mayor esplendor caravanero, Ghadames llegó a contar con unos veinte mil habitantes; pues bien, ese puñado de gente, que vivía protegida por la misma muralla y bebía del mismo pozo, ¡tiene diferentes acentos! Si los Wasit dicen, por ejemplo, “oreja”, los Walid dicen “oresa”. Es como si la mitad de Palencia dijera “tomate”, y la otra mitad “pomape”.

No sé qué relación tendrían las siete calles en un pasado remoto; seguramente se veían poco, y de ahí que hayan desarrollado distintos acentos o dialectos. Sin embargo, es increíble que los mantengan, dado que hace como tres mil años que viven juntos en una sola ciudad.


Otra vista del cementerio, la ciudad y las huertas.



Por otro lado, las diferencias entre barrios no se quedan el el habla: en el centro del pueblo hay dos mezquitas principales; siéntate en el la plaza donde se ubican, y podrás decir a qué tribu pertenece cada fiel, ya que ningún Wasit rezaría en la mezquita de los Walid o viceversa. Y a nivel de calles (o barrios), cada una tiene sus propias peculiaridades arquitectónicas: sabes que has pasado de una calle a otra porque los marcos de las puertas pasan de rectangulares a redondeados, porque varía el número de ventanas, o porque los tejados se inclinan de diferente forma.

Sin embargo, que estas costumbres tan mi barrio es lo mejó der mundo no os lleven a creer que los ghadamesíes son gente muy cerrada; para empezar, Bashir, nuestro guía, está casado con una mujer de otra calle (o barrio), aunque de su misma tribu Wasit, eso sí. Pero lo digo sobre todo porque Ghadames era una escala importantísima en varias rutas distintas de caravanas, lo cual hace prácticamente imposible la cerrazón cultural.

Desde más o menos el siglo catapún, los ghadamesíes han mantenido contacto comercial con todo el norte de África, así como con Mali, Sudán, Nigeria, el sur de Europa, la Península Arábiga… si bien una caravana podía tardar dos años en llegar de Ghadames a Tombuctú, el caso es que llegaba, y con ella se movían multitud de mercancías: aceites, especias, telas, animales… y también esclavos. En Ghadames se conserva la plaza donde estos eran expuestos, un espacio cuadrado con terrazas y balcones, que para nada hace pensar en un pasado semejante.

Bashir nos iba contando todo esto mientras paseábamos por el pueblo, sorprendiéndonos cada vez que aparecíamos en un lugar ya conocido (sin la menor idea de cómo habíamos vuelto), o, por el contrario, en un lugar nuevo (¿otro sitio? ¡Pero si esto es mu pequeño!).


Casi todas las calles son o muy oscuras, o muy luminosas, así que muchas fotos murieron.


Ghadames guarda un tesoro en el centro de su casco antiguo: agua. Agua que mana espontáneamente de una fuente subterránea, agua que, además, es potable. Siendo este un bien muy escaso en el Sáhara, los ghadamesíes se ocuparon de organizarle un buen sistema defensivo.

Para empezar, una muralla exterior fea de grande; ya dentro de la ciudad, entre las casas y las huertas, una muralla más pequeña; si el invasor lograba traspasar estas dos barreras, se encontraba con un indescifrable lío de callejuelas, pero no sólo eso.

Las calles de Ghadames están en gran parte a cubierto, por aquello de mantener la temperatura constante; en caso de ataque, los vecinos cubrían con lienzos las calles y plazas descubiertas (que son pocas), y los invasores se veían no sólo en medio de una maraña de callejas, sino totalmente a oscuras. Además, los lugareños tenían el detalle de tirarles aceite hirviendo y souvenirs por el estilo.

Como última medida de precaución, el manantial de Ghadames se hallaba oculto entre casas: se había edificado todo su contorno, de modo que no era visible a simple vista. Hoy, sin embargo, el turismo es la principal fuente de ingresos del pueblo (o lo era hasta la revolución de 2011), y el manantial es muy fácil de encontrar, ya que las casas que lo escondían han sido derribadas por bien de la estética.

Tampoco es lo más bonito of the universe, pero en fin.


Quizá lo más fascinante de Ghadames es su sistema de irrigación. El pueblo, como ahora sabéis, se ordena alrededor de un manantial; bien, este manantial cuenta cinco aberturas, cinco entradas a los cinco canales principales de la ciudad, que pasan por debajo de las casas más cercanas, saliendo luego a la superficie para recorrer todas las huertas del pueblo.

No penséis, sin embargo, que las huertas eran regadas todo el tiempo, o que cada ciudadano iba tomando el agua a cubos, según la iba necesitando. Cada huerta tenía su propio acceso al canal mediante un sistema de desvíos; así, para regar tu huerta tenías que desviar todo el canal de tu zona, más o menos de este modo:






Un sistema de riego semejante puede llevar fácilmente a problemas, ya que si yo riego, los demás no riegan. ¿Cómo se evitan entonces los conflictos o los abusos? 

Con el reloj de agua.

En la Plaza del Mercado (que, por cierto, se llamaba Tesco) trabajaba el relojero de Ghadames. Su herramienta era un cubo llamado Qadus, cubo con un agujero en el fondo, por el que poco a poco se escapaba el agua. En efecto, este cubo era una clepsidra que servía para medir el tiempo: sabiendo que el cubo se vacía en, por ejemplo, 10 minutos, seis cubos vacíos significan una hora, y así sucesivamente.

Bashir nos explicó que por cada cubo vacío, el relojero hacía un nudo en las hojas de una palmera que allí había, para así no perder la cuenta y poder saber la hora con un simple vistazo al árbol.

Yo probé luego a hacer nudos en una palmera, y no me salieron muy bien, pero en fin, no soy relojero. Lo que me sorprende es que el sistema funcionara, no sé, ¿la gente tenía que contar los nudos para saber la hora? ¿Contaban quizá solo las ramas anudadas, siendo cada una de ellas una hora? La duda que más me corroe, ¿tenía el relojero que deshacer todos los nudos al final de la jornada? Y sobre todo, ¿por qué no le pregunté estas cosas a Bashir cuando lo tenía a mano?

Volviendo a la relación entre los granjeros de Ghadames y el reloj de agua: ¿cómo sabía uno cuándo tenía que dejar de retener el agua, cuándo había pasado su turno de riego? ¿Tenía que acercarse a Tesco para ver la hora? ¿Llevaba un reloj de sol escondido en la chilaba?

Claro que no. Simplemente, el relojero le mandaba un whatsapp.

Así son los canales (foto de Mohmed Salah Bettaieb)


El número de “cubos” que diariamente le correspondía a cada granjero había sido estipulado de antemano; una vez que el tiempo se había cumplido, el relojero arrojaba una ramita al canal, ramita que navegaba pacientemente hasta llegar a la granja del susodicho. Al verla aparecer por su huerta, cerraba su acceso particular al canal, y el agua volvía a fluir por este, dispuesta a irrigar la siguiente huerta.

Si realmente la ramita llegaba a puerto sin atascarse por el camino, si el granjero siempre la veía, o si por el contrario a veces se le pasaba por alto… son cuestiones que se me ocurrieron al instante, y el sistema, aunque sencillo e ingenioso, me sigue pareciendo poco fiable. ¿Pero quién soy yo, un urbanita del siglo XX, para cuestionar métodos que, al parecer, han funcionado durante siglos en medio de un desierto que desconozco?

También en Tesco, se encontraba la oficina de correos: consistía en un pregonero (en ghadamesí hamarra) que anunciaba allí mismo, en el mercado, las noticias del pueblo, a menudo relativas a caravanas que llegaban o se iban.

Mira que empollarme la oposición a funcionario de correos para acabar currando aquí.



Cuando una caravana se marchaba de Ghadames, tomaba consigo un saco lleno de cartas; quien más, quien menos, todos los habitantes tenían un familiar en Ghat, Tombuctú o Kano, alguien que en su día marchó con la caravana, o alguien al que ninguna caravana trajo a la ciudad. Las cartas podían tardar hasta dos años en llegar, algo que Bashir nos contó con mucha risa: ¡igual el remitente o el destinatario ya se habían muerto para entonces!

Creo que fue en ese momento cuando nos dimos verdadera cuenta de la magnitud del mundo, hoy desaparecido, al que nos estábamos asomando. Imaginad un grupo formado por hasta 2000 personas y 500 dromedarios; un pequeño pueblo en movimiento, formado por mercaderes, alfareros, soldados, esclavos, emigrantes, ladrones, niños. ¿Qué tan larga sería una caravana así?

Cada 50 kilómetros una parada, descargar y alimentar a los animales, montar las tiendas, cenar, beber el té, charlar al calor de las hogueras. Así días y días de desierto, calculando el itinerario al milímetro para poder reaprovisionarse regularmente de agua, siempre pensando en el siguiente pueblo, el siguiente oasis, la siguiente charca.

¿Y si el oasis se había secado? ¿Y si una tormenta les hacía perder el rumbo? ¿Qué era entonces de las 2000 personas, de los 500 dromedarios? ¿Cuántas caravanas habrán acabado en un lugar diferente al deseado, cuántas no habrán llegado nunca a ninguna parte?

Las caravanas del Sáhara unían el Mediterráneo, el África sub-sahariana y Oriente Próximo, en un continuo trasiego de personas e ideas; nunca he estado en Tombuctú, pero en sus fotos he visto edificios y calles similares a los de Ghadames o Ghat, a muchos kilómetros de distancia. Tintes, dulces, libros que se encuentran en España, Níger o Israel, muchos de ellos fueron extendidos por las caravanas, un Mercado Común con siglos de antigüedad.


Escuela sufí o zawiya


¿Qué acabó con las caravanas? ¿La máquina de vapor? ¿El avión? ¿Internet?

Como sabréis, durante el siglo XIX los europeos nos repartimos alegremente el continente africano. No contentos con eso, introdujimos algo que las caravanas no conocían hasta entonces: fronteras, y con ellas, aranceles.

Así fue como, mediante trabas físicas y económicas, los europeos, adalides de la cultura, la democracia y el libre comercio, contribuimos decisivamente a matar un medio de difusión de bienes y de ideas que había funcionado con éxito durante cientos de años. Para cuando los vehículos a motor se generalizaron, las caravanas llevaban tiempo dando rodeos, abandonando rutas milenarias, tratando sin éxito de reinventarse, agonizando.

Sin embargo, son ellos los salvajes, son ellos los que están por civilizar, son ellos los que deben ser como nosotros y dejar de ser lo que llevan años siendo, mientras que nosotros, por nuestra parte, hacemos siempre lo correcto, no somos ni violentos, ni retrógrados, ni obtusos, somos el sol que alumbra al mundo, y no necesitamos recordar cuántos mundos hemos apagado en el camino.

Volviendo a Ghadames, otra cosa que Bashir nos enseñaba con mucho interés eran los parlamentos: dos pequeñas plazoletas donde el consejo se reunía para discutir los asuntos del pueblo.

¿Por qué dos? ¿Acaso había dos consejos? No, lo que había eran dos estaciones: en verano, cuando el calor se hace insoportable, los parlamentarios se reunían en la plaza cubierta, donde el adobe y la escayola mantenían la temperatura más fresca. En invierno, sin embargo, se juntaban en la plaza descubierta, para disfrutar del solecico.

El parlamento de invierno.

Además de los parlamentos, la ciudad vieja de Ghadames contaba con tres plazuelas que hacían las veces de centros sociales: el más pequeño e incómodo era para los niños, donde tenían poca privacidad, ya que varias calles (calles sin más, no barrios) lo atravesaban; otro algo más agradable era para los jóvenes, y el más amplio, más privado y con mejor ventilación era para los mayores. Los tres eran bonitos, pero tan oscuros que no hubo forma de sacar fotos.

Y esa es otra de las magias de Ghadames: la oscuridad. En el cielo luce un sol imponente, indiscutible, y las cuatro nubes que de vez en cuando asoman son poco más que un adorno. Sin embargo, gran parte de las calles del pueblo son no ya sombrías, sino de una oscuridad densa, en la que es imposible ver tu mano extendida, imposible saber si entras en un callejón sin salida, o si la calle es larga o corta, una negritud impenetrable. En un par de ocasiones, Bashir nos condujo por calles así, y era impresionante ver lo rápido y confiado que se movía por ellas, acostumbrado a cada curva, a cada desnivel del terreno, hábil como el quinceañero que llega tarde a casa el sábado noche y se desliza en silencio por el pasillo y el salón, evitando muebles con pericia hasta darse de morros con la puerta de su cuarto, que no esperaba encontrar cerrada (le pasó a un amigo mío).



Charlotte en la calle donde está la casa de Bashir.


En prácticamente todas las calles de Ghadames hay pequeñas hornacinas pensadas para poner velas, y Bashir nos contó, además, que las mujeres solían salir de casa por la noche (mientras los hombres estaban en la mezquita), armadas con un manojo de ramitas prendidas tipo carrizo, con las que se alumbraban malamente, y que iban soltando chispas como bengalas. Por lo visto, además, al caminar gritaban "¡haia, haia!". Yo tampoco entendí muy bien la idea general del asunto.

En una de estas calles sin luz se ubica la casa donde nació Bashir, allí nos vemos. ¡Salud!


3 comentarios:

  1. Muchas gracias por esta interesante crónica. No me extraña que te costara redactarla, porque te la has currado bien.
    ¡Qué envidia (sana) me das por tener la oportunidad de conocer estos sitios!
    Mateu

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    1. Gracias a ti! Ahora conceden visados de turismo en Libia, ya no es tan dificil venir; ademas, apenas hay turistas, asi que puedes disfrutar de lugares increibles y sin masificar... vente pa libia, pepe!

      Y en cuanto a la cronica, aun quedan dos o tres partes por publicar! A ver que tal!

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  2. ¡Holaaa! Ha sido genial encontrarte, me ha encantado, en ninguna otra página de internet tienen este tipo de información. Estoy realizando un trabajo sobre ghadamès, asi que me gustaría ponerme en contacto contigo por si me puedes resolver alguna duda... ¿Sería posible? Te dejo mi correo

    lidiafernandezabuin@gmail.com

    Gracias!

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