sábado, 21 de diciembre de 2013

Ghadames



Año y medio después de mi llegada al país, por fin lo he conseguido: he pasado un par de días en el Sáhara libiano, más concretamente en Ghadames, La Joya del Desierto.

Sin embargo, y como es habitual, el viaje empezó ya antes, con anecdotillas tenderiles y aeroportuarias.

Dado que quería volar a Ghadames, me dirigí a la empresa Air Ghadames (curioso que exista, sería algo así como Air Soria), y allí tuve un diálogo de lo más instructivo:

-      Hola, quería preguntar por vuelos de Trípoli a Ghadames.
-      ¿A dónde?
-      A Ghadames.
-      Ah, lo siento, pero no tenemos vuelos a Ghadames.
-      Eh… ah… ¿pero esto no es Air Ghadames?
-      Sí, claro, pero no volamos a Ghadames, para ese trayecto diríjase a Libyan Airways.

Ligeramente confundido, dirigime y encamineme a la oficina de Libyan Airways, donde me atendieron tras breve espera. Os ahorro un par de situaciones bizarras: teníamos billetes.

¿Teníamos? Como viene siendo costumbre, no viajaba solo; en esta ocasión no me acompañó Maria Valquiria, ni Karím, ni Hamza, sino Charlotte, mi nueva compi de piso.

Ya el día del viaje, viernes, llegamos sobre las ocho de la mañana al glorioso y afamado Aeropuerto Internacional de Trípoli; el vuelo salía a las diez, y una hora antes ya teníamos la tarjeta de embarque:

Pá qué poner nombre o algo.


Tan presta y eficaz preparación fue bastante inútil, ya que el vuelo salió con casi dos horas de retraso, pero finalmente embarcamos y nos dimos a la contemplación del paisaje visto desde el diminuto avión que nos llevaba: la Sierra de Nafusa, el comienzo del desierto, las primeras dunas, los perfiles de ríos antediluvianos

Tras una hora escasa de trayecto, aterrizamos en el aeropuerto más populoso que imaginarse pueda:


La entrada principal.

La pista de aterrizaje.


Confiados en la ejemplar hospitalidad libia, no teníamos ni reserva de hotel, ni plan de ningún tipo; con lo que no contábamos era con que en el aeropuerto no hubiera ni un solo taxi, ni un solo autobús, solo coches privados pertenecientes a los familiares de los viajeros (y a hoteles previamente reservados).

El aeropuerto está a 20, 30 ó 40 kilómetros del pueblo (me dieron los tres datos, no sé cuál será correcto), así que la perspectiva de llegar a pie no era muy atractiva; sin embargo, y como era de esperar, a los pocos minutos alguien se fijó en nosotros y se ofreció a llevarnos hasta la puerta misma del hotel más barato de la ciudad…

… que obviamente no tenía habitaciones libres.

Sin embargo, lo que en un pueblo perdido de España podría ser un problema, en un pueblo perdido de Libia significa poco más que un retraso; tres cosas podían ocurrir:

a)    Que conociéramos a alguien y nos llevara a su casa.
b)   Que conociéramos a alguien con contactos en el hotel y nos consiguiera una habitación.
c)    Que tuviéramos que dormir en la calle (opción posible sólo en caso de muerte súbita de toda la población, sumada a la destrucción espontánea de todas las casas).

De momento, y como nuestro equipaje era ligero, quedamos en volver luego al hotel para ver si había más suerte, y nos fuimos a ver la ciudad vieja.

Ghadames es como un gigantesco cappuccino; las casas están hechas de barro y adobe, y son posteriormente encaladas, así que la ciudad es blanca y marrón, ambos tonos desvaídos por la acción del viento del desierto.

Habrá muchas más fotos, palabrita.


Pese a ser noviembre, hacía bastante calor, así que tras un rato de callejeo nos sentamos en una plaza cubierta, donde el barro, la cal y la escayola de las paredes mantenían una temperatura más fresca.

La plaza estaba frente a una mezquita, y allí, al acabar el rezo del mediodía, conocimos a Bashir Younis, que se ofreció en un correcto (y divertido) inglés a ser nuestro guía. Lo que nos contó durante cuatro horacas de visita guiada pertenece a la siguiente entrada.

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