viernes, 13 de diciembre de 2013

Una de italianos



Para Totti, que cuando no está construyendo el juego de La Roma, se dedica a cocinar gachas.

Hamza ha hecho dos nuevos amigos europeos: Flavio y Paolo. Esta novedad, lejos de provocarme celos, me alegra sobremanera, sobre todo porque se dedican al mundillo de los negocios que a él tanto le gusta, y en el que yo tengo tan poco que ofrecerle.

Ya he coincidido con ellos un par de veces, pero la más memorable, sin duda, fue su primera experiencia con libios en su hábitat natural.

Flavio tendrá unos treinta años, es alegre, cariñoso, habla un poco de español y, en general, es un encanto. Paolo, por su parte, ronda la cincuentena y se gasta una pinta de mafioso que no puede con ella, imagen que no se ve ni mucho menos atenuada por su oficio: la construcción.

Ambos son de Sicilia, y tienen un acento precioso. El siciliano debería ser el italiano oficial, es pausado, cantarín, repleto de susurros y de palabras que acaban en u, lo que lo hace muy gracioso.

El día al que voy a referirme, Hamza, Favio y Paolo habían ido a cenar a un restaurante de postín, y luego me recogieron en mi piso de Plaza Argelia. Juntos fuimos a La Calle Blanca, ya que esa noche la pasarían en un hotel que por allí se encuentra.

No sé si he comentado alguna vez que, en Trípoli, la mayoría de los europeos viven en guetos. Aparte del miedo que los paliduchos solemos traer de serie al venirnos a vivir a sitios tan salvajes, las embajadas desaconsejan actividades como caminar por la calle, ir a la Plaza de los Mártires, ir a las mezquitas o a las iglesias, y en general salir de casa. Yo llevo en la ciudad dos años y no me ha pasado nunca nada, pero en fin, el caso es que la mayor parte de los occidentales que viven aquí, respeta esas recomendaciones tan realistas.

Es por eso que nuestros protagonistas, tras varios días en Trípoli, aún no habían estado nunca en la calle por la noche, y mucho menos en un ambiente puramente libio: Paolo, como buen latino de mediana edad, conversaba con todos en italiano, sin hacer ningún esfuerzo por hablar despacio o vocalizando. Flavio, que chapurrea un mínimo de inglés, hablaba muy despacio, pero el resultado era más o menos el mismo. Sin embargo, los amigos de Hamza son muy majos y tienen algo de experiencia con extranjeros, así que todos estábamos muy a gusto y, más o menos, nos entendíamos.

En un momento dado, Mohamed vino con un puñado de cervezas sin alcohol, y nos disponíamos a pegar el primer trago cuando unos gritos llamaron nuestra atención; se trataba de dos tunecinos que, borrachos hasta la cencerreta, discutían de forma bastante acalorada; tanto es así, que uno de ellos sacó un cuchillo y comenzó a amenazar al otro. Blandía el arma muy cerca de su cuerpo, pero sin llegar a cortarle.

Estas peleas son relativamente comunes en Belher y, por suerte, acostumbran a quedarse en nada. En esta ocasión, la pelea entre borrachos terminó de la manera más habitual: otros borrachos se acercaron y los separaron.

Una vez aclarado que no habría sangre, nos centramos nuevamente en las cervezas, y alguien propuso un brindis. Brindamos, y un vecino empezó a gritarnos desde el balcón.

Ahí me fijé en Flavio y Paolo. Me había olvidado de ellos, y vi que ambos estaban encogidos entre Hamza y yo, sus ojos de los borrachos hacia el balcón, del balcón hacia los borrachos.

El hombre que nos gritaba es conocido en el barrio, y es muy majo. En árabe, como en tantos idiomas, es difícil decir si la gente bromea o si está enojada, y en este caso parecía tratarse de lo segundo (su poblada barba ayudaba), pero en realidad era lo primero. Wa'il, que así se llama, nos recriminaba entre bromas el hecho de brindar, "prohibido" por la tradición libia. No deja de ser gracioso que hubiera asistido silenciosa y tranquilamente a la pelea entre los tunecinos, pero que se viera obligado a salvar la moral ante un amistoso brindis.

En cualquier caso, tranquilizamos a los italianos (ni los tunecinos se iban a matar, ni el vecino nos iba a tirar macetas), y dimos buena cuenta de la cerveza.

Cuando esta se acabó, Flavio me preguntó dónde podía tirar la botella. Miré a mi alrededor y le dije algo así como elige el montón de basura que más te guste, y ya está. Esto no le pareció bien (es un chico muy cívico), y, haciendo caso omiso de mis advertencias, fue a la tienda donde habíamos comprado la cerveza e intentó explicarle al tendero que buscaba un contenedor. No tengo ni idea de lo que este llegó a entender, pero le faltó atizarle con la escoba, así que Flavio volvió con el rabo entre las piernas y, dócilmente, depositó la botella en el montón de basura más próximo.

Tras un rato más de cháchara, acompañamos a los italianos hasta su hotel, comentamos la velada, y Hamza me llevó a casa en coche. 

Ellos se iban a Italia al día siguiente.

-      ¿Crees que volverán?
-      No sé, ha sido mucho para la primera visita.


2 comentarios:

  1. ves que bien nos portamos? A por un contenedor en un infierno de basura...podrìa ser el titulo de mi vida.
    De todos modos casi lloro por la dedicacion.
    Un abrazo. Me voy a dormir que el lunes jugamos en San Siro contra el Milan y vuelvo a jugar despues de dos meses.

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