lunes, 26 de agosto de 2013

Recuerdos del último Ramadán



Este año solo he pasado en Libia los primeros tres días del Ramadán, y no he intentado ayunar ni uno. Sin embargo, y de forma inevitable, he vivido los preliminares, y me he pasado después los tres días sin comer, beber ni fumar en público. 

Haciendo memoria, hay un par de cosas que me han llamado la atención durante esas dos semanas de tremenda anticipación, así que aquí os las pongo.

 Como ya os conté, en Ramadán los libios sucumben a una fiebre consumista sólo comparable a la navidad o las rebajas. Este año viví la locura de las compras básicamente en dos lugares: el mercado central y el súper.

Los días previos al Ramadán fui bastante a la ciudad vieja, donde hay muchos puestos y tiendas, y se halla también el Mercado del Pescado (Suq ah-huut), el mayor del centro. Entre otras cosas, quería comprar una pequeña selección de especias para una amiga, así que cierta mañana me acerqué, cómo no, a la Calle de las Especias.

Las tiendas estaban tomadas por madres de familia que compraban como si no hubiera un mañana. Además, se me colaban todas, quizá dando por supuesto que tenía menos prisa que ellas (lo cual, en Ramadán, es rigurosamente cierto; las mujeres cocinan todo el día, es seguramente el peor mes del año para ellas).

Recuerdo a una que tendría cincuenta años, su cuenta ascendía que daba vértigo: “¡medio kilo de pimentón dulce! ¡Medio kilo de pimentón picante! ¡Medio kilo de comino!” Acabé por perder la cuenta de los medios kilos; la mujer salió de allí con una bolsa que parecía un saco de cemento multicolor, y que cedió amablemente a su hija pequeña, la cual ya venía cargada cual borrico.

Luego me tocó a mí. Comencé con un tímido “cien gramos de cúrcuma, por favor”; el tendero me miró como se mira a una hormiga que nos sube por el pie, y me dijo “¡medios kilos!” Como no quería que me pararan en la aduana por contrabando de curry, di las gracias y me fui.

Otro día fui a por pendientes, y me cogió por banda una anciana vendedora callejera. Pretendía encasquetarme por 150 dinares (90 euros) unos pendientes dorados que parecían recién sacados de un huevo kinder, pero logré declinar la oferta. Eso sí, era muy maja y charlamos mucho rato. Ella me llamaba hijo mío, y yo, siguiendo el uso libio, le contestaba madre mía.

Ese mismo día compré una pequeña alfombra, de las que se usan para rezar. El vendedor me preguntó de dónde era, y al oír que era español, llamó a un amigo suyo que trabajaba por ahí.

-         ¡Este ha estado en España y habla español!
-         ¿Me lo juras por Dios?
-         ¡Te lo juro por Dios! Venga Mohamed, dile algo.

A la primera no le entendí, así que le hice repetirlo. Y me quedé patitieso.

-         Perdona, ¿cómo dices?
-         Hospital de parapléjicos de Toledo.

Ni hola, ni siesta, ni paella. Sólo sabía decir eso, no logré enterarme del porqué.

En otra ocasión, volviendo a casa del mercado, pasé junto a una chica joven y su madre, y me las quedé mirando unos segundos, distraído. En esas vi cómo un policía me miraba a mí y luego a ellas, y pensé: con lo salidos y cansinos que son sus compatriotas, no tendrá el valor de llamarme a mí la atención por andar mirando a la gente sin ver. Bueno, estaba totalmente equivocado. Ni corto ni perezoso, el policía comenzó a seguir a ambas damas mientras recitaba su número de teléfono móvil.

No logro entender bien cómo, pero esta técnica de ligoteo funciona con relativa frecuencia. Hay chicas que, efectivamente, se aprenden el número y después llaman. Obviamente, esta chica no le hizo ni caso en el momento, pero quizá le llamó por la noche, no sería la primera vez que ocurre.

Vayamos al supermercado. Fui allí porque quería comprar dátiles para llevar a España, y aunque los del mercado son mejores, pensé que aguantarían peor el viaje. Además, en el mercado ya me han colado alguna vez dátiles con muy buena pinta, que a los dos días eran pasto de los gusanos.

El caso es que en el súper venden unos dátiles envasados que están muy bien, así que allá me fui, y me encontré con el Apocalipsis.

Mujeres enajenadas corriendo y comparando precios; niños con cara de qué he hecho yo para merecer esto; hombres aburridos, mirando el móvil y fumando. ¡Y yo que había ido a las diez de la mañana para adelantarme al tumulto! Pues no, acababan de abrir, y el lugar ya estaba más concurrido que la cola del baño en una discoteca.

Mientras buscaba los dátiles, me entretuve viendo los productos. Me encanta ir a los supermercados en el extranjero, es una visita siempre curiosa e interesante. En el súper de Trípoli me llaman la atención muchas cosas (las secciones de especias y de encurtidos, la apabullante selección de galletas, los sacos de arroz de treinta kilos), pero algo que de verdad me flipa son los quesitos y los abrillanta-maderas en espray; los primeros, porque son legión, y los segundos… ¡porque son todos españoles! Además, en un súper español habrá cuatro marcas a la venta, pero en Trípoli tienen docenas, y casi todas españolas. Fiel a mi costumbre de fotografiar sólo chorradas, os lo he documentado todo:


No me cabían más en la foto.

 
Un ejemplo.

Otro ejemplo.

Estos son de albacete.

Vale, ya basta, ¡pero me dejo docenas!


Volviendo a los dátiles: al final los encontré, y cogí tres kilos, pero la cola para pagar era tan larga, que decidí dejarlo para otro día (aunque tuviera que hacer noche en la puerta al estilo concierto de los Back). El señor que coloca los dátiles vio que volvía a dejarlos en su sitio, y me preguntó si tenía algún problema; le expliqué la situación, se rió, y me dijo que le pagara a él, que me los pasaba fuera de extranjis. Así lo hicimos, y no pocas personas me miraron con desprecio (y envidia). Supongo que, aparte del morro que supuso, participé en fraude para con el supermercado, pero en fin. 

Ahora que vivo junto a la mezquita más grande del centro, puedo disfrutar a tope de una entrañable tradición libia: la lectura nocturna del Corán, que tiene lugar durante el Ramadán. Después de la cena, el libro sagrado del Islam es recitado durante un par de horas, y en mi mezquita, cómo no, lo hacen también por megafonía, así que la digestión se ve amenizada por un señor que explica cómo librarse del infierno, cómo Abraham casi sacrifica a su hijo Isaac, o cómo fueron arrasadas las pecadoras ciudades de Sodoma y Gomorra... naturalmente en árabe clásico.

Llegados a un punto te acostumbras, pero en mi calle sucedía algo extraño. Tengo un vecino, Nabil, que lleva desde febrero haciendo obras en su casa. Como dedica más tiempo a explicar a los transeúntes en qué consisten las obras, que en llevarlas a cabo, supongo que tardará uno o veinte años en acabarlas. De cualquier modo, no sé si Nabil tiene una frustración secreta o qué, el caso es que las tres noches que he pasado en casa este Ramadán, he visto con estupor cómo el amigo se espera a que el Imán de la mezquita comience a leer el Corán, para comenzar a usar una radial. Sigo sin entenderlo, y no entiendo tampoco cómo es posible que ningún vecino, totalmente enajenado por la ensalada de ruidos, haya optado por saltar desde el balcón.

En fin, podría seguir con las llamadas telefónicas a horas absurdas, el corte de pelo que me hice a las dos de la mañana con Lady Gaga sonando de fondo y un libio macho machote luciendo mascarilla facial, o la visita a la playa sin poder comer, beber ni fumar, pero no quiero abusar más de vuestro tiempo. Eso sí, en breve os colgaré la historia de cómo conseguí irme de vacaciones, que tiene un trago. ¡Salud!


5 comentarios:

  1. Muy buena esta primera dosis que nos has dado.
    Desde luego, aburrirte no te aburres.

    Saludos desde el Hospital de parapléjicos de Toledo.

    M.F.

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  2. ¡Abusa de mi tiempo, que me dejo! Me lo paso pipa con tus relatos!!

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