lunes, 21 de enero de 2013

Relaja paquete


Para mi tío, que con un chicle y un clip te construye un Mcgyver.

Desde hace unos años, los Pardos de mi casa y de casa de mis tíos solucionamos el stress de los regalos de reyes con un sencillo amigo invisible. La cosa es muy práctica, pero no deja de tener sus inconvenientes: un año le toqué a mi amantísima madre, la cual se olvidó de mi regalo; minutos después descubrí que el destino es a veces generoso, ya que en el sorteo para el año siguiente me tocó regalarle a ella (como diría Creti, la venganza es fría). Pero bueno, me estoy desviando.

Hace tres días Maria Valquiria me dio un alegrón en forma de recibo postal: resulta que me había llegado desde España el regalo de mi amigo invisible, y tenía que ir a Correos a recogerlo. Hoy mismo, aprovechando la mañana libre, he ido a por él, y me ha dado para escribir la entrada número cien de este blog.


En Trípoli no hay reparto postal: las casas no tienen número, y la mitad de las calles no tienen nombre, pero todo esto no supone un verdadero problema, pues incluso en Libia vivimos en un mundo que se comunica de manera virtual gracias a internet; si utilizas a menudo la mensajería tradicional, lo común es hacerse con un apartado de correos.

Un apartado de correos es de hecho la dirección a la que mi tío (mi amigo invisible) me mandó el regalo; incomprensiblemente, los de Correos España le dijeron a mi tía (su esposa) que habían ido a mi casa y que no estaba. Me imagino a un José García cualquiera tirando de su carrito amarillo y azul, dando golpes en la portezuela del apartado de correos de mi instituto. En fin.

El caso es que hoy he desayunado, he cogido pasaporte y aviso postal y me he dirigido al edificio central de Correos. Situado a media hora a pie de mi casa, es un edificio italiano feísimo por fuera y muy bonito por dentro, con un recibidor circular adornado por una enorme lámpara central; los funcionarios libios, sin embargo, dejan que esa sala críe telarañas, y te entregan los paquetes en un sótano siniestro que hay debajo. Más misterios postales.

Llegué al sótano de marras y me topé con seis mujeres rubias, todas con tacones de vértigo y vaqueros ajustados; fue algo así como ver una jirafa comiéndose un bocata de calamares en la Puerta del Sol. Eran ucranianas, nacionalidad que abunda en Libia por motivos que desconozco, y estaban mandando unos paquetes enormes a Europa.

Admiro mucho a las mujeres ucranianas que viven aquí: hace falta valor y aguante para salir a la calle sin disimular las curvas ni la rubia melena, más que nada porque en un país tan reprimido sexualmente, y por añadidura tan machista, cualquier mujer recibe diariamente una buena cantidad de “piropos”, cuando no directamente tocamientos en el autobús; si esto es así llevando hidjab y gabardina, imaginaos cómo llega a ser si vas vestida a la europea.

En un momento dado, un señor mayor vio mi resguardo y me dijo que me acercara; leyó el papel y me sometió a un rápido interrogatorio:

-         ¿El paquete es para ti?
-         Sí.
-         ¿De dónde eres?
-         De España.
-         Un momento.

Se metió a un cuarto interior y pude ver cómo encontraba mi paquete; luego decidió que era buen momento para organizar un montón de cartas que había tiradas en una mesa: con una mano sostenía mi paquete, con la otra distribuía las cartas en un casillero. Cuando completó la urgente tarea, vino a mí, me esquivó con una finta estilo Messi (diría que me hizo la cobra, pero vivo tan alejado del mundo del ligoteo que prefiero no mentar la soga en casa del ahorcado), y se fue a buscar a un compañero; mi paquete cambió de manos, el nuevo funcionario se dirigió a mí. Era un tipo malencarado, y algo me dijo que no íbamos a ser grandes amigos.

-         ¿Cómo te llamas?
-         Lorenzo Pardo.
-         ¡Que cómo te llamas!
-         … Lorenzo Pardo.
-         ¿Y el pasaporte?
-         Aquí -. Tras leer mi nombre en el pasaporte y en el paquete, me dio un cuchillo de untar mantequilla. Me reafirmé en mi primera impresión.
-         Abre el paquete.

Tal cosa es muy normal en estos lares. Por motivos de seguridad, y para evitar la entrada de alcohol y otras sustancias nocivas, estás obligado a abrir tu paquete delante del funcionario. Desenvolví, pues, el paquete, y descubrí la caja de un termoventilador; bravo, tío, pensé, me vengo a vivir a África y me regalas un calefactor.

Falsa alarma, ya que al abrir la caja descubrí que contenía turrón y chocolate. Mi funcionario personal analizaba los objetos que le iba pasando, y me demostró que era un experto aduanero, sobre todo cuando agitó brevemente la caja de trufas de chocolate, cuyo sonido le reveló (imagino) que no había vodka o explosivos en el interior. Sin embargo, no todo iba a ser tan fácil, ya que mi tío me ha regalado también una radio.

Una radio verde.

Qué más da el color, pensaréis; pues no da igual del todo, dado que el verde es el color oficial del régimen derrocado en 2011, y os puedo asegurar que la gente le da mucha importancia. Ponerse una camiseta verde por aquí es algo así como ir con la camiseta de la selección por el casco viejo de Hernani.

Sin embargo, creo que mi censor ni se fijó en el color, demasiado ocupado estaba intentando descubrir qué leches era el artefacto. A mí mismo me costó un rato reconocerlo, porque hasta que paró de agitarlo (técnica que aparentemente solo sirve para las trufas) no logré verlo bien ni leer la etiqueta.

-         ¿Qué es esto?
-         Creo que es una radio.
-         ¿Qué?
-         Radio, ya sabes, para oír música – El censor le daba vueltas al objeto con mirada vidriosa, y yo empezaba a temer que me lo requisara porque sí.
-         Ábrelo.

Fue más fácil decirlo que hacerlo: ¿conocéis los envoltorios de los artículos electrónicos, esas cajas de plástico duro sin abrefácil que no hay quien abra sin unas tijeras de pescadero? Pues intentad abrir uno con un cuchillo de untar mantequilla. Encima, el hombre, temeroso de que lo rompiera, me arrebató la cosa de las manos y se puso a intentar abrirla como si fuera una bolsa de rufles, algo que obviamente no funcionó, y suerte que siempre llevo una navaja-llavero encima, que si no, aún seguiría ahí.

Bien, saco la radio del plástico y se la paso a mi compañero de fatigas: el regalo es estupendo, una radio que se carga mediante el sol o mediante una pequeña dinamo. Pero claro, ¿cómo se lo explicas a semejante elemento? Lo que siguió fue una escena propia de waku-waku, mi funcionario favorito dando vueltas a la radio, girando la manivela, mirándome de reojo. A los dos minutos de absurda investigación me hice con las instrucciones.

-         Mira, aquí dice que haces así – gesto de dar vueltas a una manivela – durante un minuto, y la radio hace música veinte minutos.

Os juro que el tipo se pasó un minuto dándole vueltas al invento. Cada veinte segundos me miraba y preguntaba: ¿un minuto?, ante lo que yo contestaba que sí. De pronto, una especie de saeta comenzó a llenar la oscura sala: la radio estaba emitiendo música árabe. El señor la miraba como si fuera Cristo Redivivo, y después me miraba a mí. Ya no sabía si me la iba a requisar por sospechosa o para uso personal.

Finalmente, la apagó y me la dio. Bien, me dijo; un momento. Y desapareció por una puerta.

Estuve un rato esperando, hasta que alguien a mis espaldas gritó lurinsu: me llamaban para firmar la recogida.

Antes de firmar y marcharme me cobraron siete dinares, creo que en concepto de desplazarme hasta allí, esperar por nada, dejar que manosearan mi paquete, perder veinte minutos de mi vida y, eso sí, reírme un buen rato en el camino a casa.

¡Gracias otra vez, tío!



5 comentarios:

  1. me encanta!!!!!!!

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  2. Un dinar son cerca de 60 centimos; siete dinares no son mucho, obviamente, pero que te cobren porque si, tampoco me parece.

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  3. Jjajajajajaja

    Y las trufas no se derritieron na más tocar suelo Libio?

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  4. La verdad es que llegaron muy enteras, esto no es Burgos, pero el caso es que refrescar, refresca (nada que no se arregle con una rebequeja).

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