lunes, 11 de marzo de 2013

Haciendo el bereber I


Hace ya un tiempo hice mi primera gran excursión, y no fue a cualquier parte: estuve nada menos que en la tierra de los bereberes.

Sí, sí, existen, bereber no es un insulto que se inventó el capitán Haddock, sino un pueblo muy grande que se extiende desde el Mediterráneo hasta el África negra, con una cultura milenaria, un idioma propio y un montón de tradiciones. Pero vayamos por partes.

Resulta que en Jadu (pronunciado Chadu), una pequeña ciudad dos horas al sur de Trípoli, había un festival de cultura bereber; Jadu es una de las ciudades bereber más importantes de Libia, junto a otras como Ghadamesh o Suwara.

Bien, yo sabía desde hacía tiempo que el festival iba a tener lugar, pero en fin, dado que las carreteras no son del todo seguras, y que de todos modos no tengo coche, ni me planteé la idea de desplazarme hasta allá; sin embargo, unos días antes del festival, un conocido libio me llamó y me preguntó si tenía ganas de acompañarle, ya que él estaba deseando ir, pero no quería hacerlo solo. ¿Qué le contesté? Podéis imaginarlo.

Este amiguete se llama Karím, y es de lo más peculiar que me he echado a la cara. Para empezar, es pelirrojo, más blanco que yo, y tiene pecas. Él dice que su familia proviene de Turquía, y por otro lado he oído que en Libia hay bastantes pelirrojos a causa de una etnia que vino de Siria hace muchos años. No tengo ni idea, el caso es que tiene una pinta guiri que no puede con ella.

Es todo un personaje: creyente acérrimo, disfruta rezando y leyendo el Corán; está a favor de la democracia y la libertad, pero siempre que estas respeten la tradición, así que sostiene, por poner un ejemplo, que ir a la playa en bikini no es libertad, ya que no respeta la tradición; en esa línea, lleva dos años prometido, pero apenas ha visto a su novia (tradición); le apasiona viajar, le encanta conocer gente distinta, y tiene mucha facilidad para los idiomas, aunque no se mete a fondo con ninguno; por último, es el único libio que conozco que habla árabe clásico en la vida diaria, según él, porque tiene que demostrar de alguna forma que es un hombre instruido.

Bien, Karím y yo nos encontramos para concretar los detalles del viaje, que se limitaron a esto: cogemos un taxi compartido hasta la ciudad, y una vez allí, alguien nos acogerá en su casa.


Viernes 9 de la mañana.

Parada central de autobuses, calle Ar-raschid. Ahí estábamos yo, mi mochila, dos bocadillos de tortilla y dos manzanas, dispuestos todos a comernos el mundo bereber. Tan pronto como llegó Karím, y nos pusimos a buscar un taxi.

La parada central no es tal, sino una amplia calle junto al mar, en la que se apiñan tenderetes de ropa, autobuses urbanos y taxis interurbanos. Ante la falta de organización, uno va preguntando de taxi en taxi (a qué ciudad vais, a qué hora salís), y es importante contar con que el taxi no sale hasta que se llena, y con posibles cambios en la ruta una vez que ya nos hemos puesto en camino.

Tras veinte minutos dimos con lo que buscábamos, un taxi normal (cinco asientos) que pasaba por Jadu. Comenzaba el viaje.

El trayecto fue… como decirlo… espeluznante.

Las carreteras libias son lo peor que he visto en mi vida. Siempre que hago un viaje largo en coche por España, escojo las nacionales y las comarcales, por la cosa de ver lugares más bonitos que los ofrecidos por la autopista; así, pasando por Soria, Toledo, Guadalajara o Valencia he visto auténticos caminos de cabras, pero os aseguro que los baches libios juegan en otra liga muy distinta.

El estado del firme no sería para tanto si los coches se manejaran con un mínimo de sentido común, pero obviamente no es así: adelantamientos ajustadísimos, incorporaciones por sorpresa, frenazos, curvas repentinas, velocidad más que excesiva… mientras me acordaba de San Cristóbal, de Santa Rita y de la madre del que importó el primer coche a Libia, me fijaba en el paisaje, que se iba haciendo cada vez más árido y montañoso.

Ya os he dicho alguna vez que Trípoli se parece al mediterráneo español, si bien menos verde: pino, chumbera, monte bajo, palmeras aquí y allá. Ahora nos dirigíamos al sur, al desierto, pero no habríamos de alcanzarlo, ya que nuestro destino era la Sierra de Nafusa, una pequeña cadena montañosa aún lejos del Sahara.

Digo pequeña y digo bien, es decir, una montaña es una montaña, pero no hablamos de un Pirineo o una Sierra Nevada, sino de un conjunto de cerros que, en comparación con el desierto y con la playa, son bastante altos, pero en comparación con el mundo, un mero bulto; sin embargo, cuando empezamos a ascender, todos los ocupantes del coche me preguntaron si estaba bien, si me mareaba o tenía miedo; yo, que ya tengo muy asumido mi papel de pobre extranjero, me resigné a poner cara de no me llega la camisa al cuerpo, pero me sobrepondré.


Predesierto con Nafusa al fondo


Al cabo de dos horas llegamos a Jadu, y nuestra primera preocupación fue buscar alojamiento.

La táctica era preguntar por un hostal, confiando en que la gente nos diría no hombre, no, cómo vais a ir a un hostal, os quedáis en mi casa. Esto no resultó del todo bien a la primera intentona (un hombre nos dijo que él tenía un hostal, y que por cien dinares nos alojaba), ni tampoco a la segunda (un miliciano barbudo nos dijo que, en caso de no encontrar nada, en su garita había suelo de sobra). Karím empezaba a ponerse nervioso, así que propuse que nos sentáramos a almorzar.

Estábamos en una explanada sobre la que un camión echaba agua para compactar la tierra; habían instalado un escenario y, supuestamente, por la noche habría un concierto. La gente estaba a todas luces excitada, muchos coches iban y venían, se anticipaba buen ambiente.

Pero nosotros, sin techo.

Confiando en que más tarde tendríamos más suerte (sí, un planteamiento de lo más científico), resolvimos ir a ver el museo bereber.

Los bereberes se llaman a sí mismos amazigh, y son una etnia de origen incierto (de hecho, se les ha relacionado hasta con los vascos). Ya vivían en el norte de África cuando llegaron los árabes y, aunque conservan su propio idioma, me da la sensación de que el árabe lo ha contaminado mucho, sobre todo a nivel fonético. En cuanto a su religión, han adoptado totalmente el Islam.

Con lo que nadie ha podido es con su música. Enamorados de las guitarras y de los coros repetitivos, los bereberes recuerdan en sus canciones a la alegría del África negra y a la sobriedad del desierto, toman los gorgoritos de la música mora y te invitan tanto al baile como a sentarte y escuchar. La música nos acompañó durante todo el viaje, y no cejaré hasta que consiga hacerme con alguna de las cien canciones que escuché durante los dos días en la Sierra de Nafusa. Y las pondré por aquí, claro.

El museo bereber es un museo etnográfico, en el cual hay reproducciones de muchas cosas: la casa tradicional, el interior de una mezquita, la prensa de aceite, múltiples útiles de labranza, prendas de ropa… dado que la fecha era especial, el museo estaba lleno de gente, no faltando algún que otro ministro, ni tampoco la mítica excursión escolar que, por más que te gusten los niños, puede hacer que le cojas cierto cariño a Herodes.

Hice algunas fotos. No son gran cosa, pero ahí van:


Prensa de aceite o almazara (en árabe masaara).

Telar currándose la bandera bereber.

Traje tradicional bereber/libio (y sí, el de
la chica lo diseñó una antepasada de
Ágatha Ruiz de la Prada) 

Detalle de una pared, todas están decoradas con bajorrelieves
por el estilo.

Peine de antaño, te quitas de problemas porque a la semana
no te queda ni un pelo en la cabeza.

¡Cheico, veste a la despensa y traite una mieja aceite!


El museo me gustó mucho, pero la visita se me hizo algo larga, y es que descubrí algo de Hakím que no sabía: es un aficionado a los documentales.

Así es, se dedica a filmar lo más destacado de Libia en particular y del mundo en general, se prepara narraciones en casa o improvisa, y luego hace el montaje en su ordenador, para después colgarlo en internet. Todo esto me parece genial, pero yo soy más de ver que de documentar, y al ver el ahínco con que filmaba y comentaba todo, comencé a temer que lo de las grabaciones fuera a ser un lastre en nuestro viaje.

La excursión de niños me hizo un favor, ya que armaban tal escándalo, que cualquier grabación decente era impensable, así que salimos del museo y decidimos dar una vuelta por el pueblo.

El Islam impone rezar cinco veces al día, pero los viajeros están exentos de esta obligación, o al menos la pueden acomodar a las circunstancias del viaje. Es por ello que Karím ignoró la llamada del almuédano, que empezó a oírse mientras pasábamos junto a la mezquita mayor de Jadu.

Yo, que soy el único ser humano 100% despistado y 100% observador (lo cual me convierte en ser humano al 200%), noté el mohín de fastidio en el rostro de mi acompañante (ya os he dicho que le encanta rezar). Le propuse que pasáramos a la mezquita, a lo que se negó, alegando que alguien podría molestarse si yo entraba (esa fue la primera ocasión en que me molestó mi compañero de viaje). Majete como soy, le propuse que entrara él, que yo le esperaría fuera. Se hizo de rogar, pero acabó cediendo con mucho gusto.

Obligarle a rezar resultó ser la mejor decisión que tomé en todo el viaje. Igual tengo que replantearme algunas cosas.




4 comentarios:

  1. ¿No te quedaste loco con el traje tradicional? ¡Pero si parece el típico labriego! Un poco distinto en los colores, pero básicamente el mismo corte, ¡hasta la boina!

    Como se nota que somos medio bereberes...

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    1. Pues espérate a la segunda parte, ahí sí que me quedé loco con lo parecidos que somos...

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  2. Píllame un peine de eso!

    La parda lorenza

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    1. Jaja, resulta que me equivoqué al cargar la foto y no es un peine para el pelo, sino para los telares!!! De todas maneras, con las lanas que te gastas te vendría bien, cuenta con uno!

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