Hace ya algún tiempo, Hamza me
propuso hacer una excursión. El plan era acercarnos al pueblo del que es
originaria su familia, y de paso visitar un par de enclaves “turísticos”,
además de un abnormal place del que no quiso darme más explicaciones
para no chafarme la sorpresa. Esto es lo que pasó.
Nos encontramos en mi casa a
eso de las nueve, y fuimos a desayunar a Hajj Fathi. Esta cafetería,
abierta desde hace décadas, es un clásico de los desayunos tripolitanos, y
debió ser un sitio estupendo en el pasado. Hoy, en cambio, va tantísima gente
que, para poder dar abasto, han tenido que reducir su “menú” a la mínima
expresión: briosh (croissant) con nutella, almendras y miel para comer, batido de
fresa o de dátil para beber. Aparte del café, eso es todo lo que ofrece este diminuto
establecimiento forrado de azulejos.
Como suele ocurrir con Hamza,
tomamos todo lo que había a mano: café, briosh y batido de dátil. Este
último, servido en vasos de medio litro, es tan denso que se puede tomar con
tenedor, y tan dulce que marea (si, encima, lo combinas con nutella y miel, pa
qué contate). Yo sentía en cada trago cómo mi vista se nublaba y mi aorta se
atoraba, y ver a Hamza engullendo feliz el suyo, acentuaba la tortura.
Después del desayuno, nos
fuimos los tres (Hamza, yo y mi
preocupante nivel de glucosa en sangre) hacia el coche, donde comenzamos a
concretar el itinerario. Hamza, cuyo móvil tiene más aplicaciones que el
Inspector Gadget, me describió con profusión de fotos y mapas los 73.948
lugares que tenía previstos visitar conmigo; lejos de amilanarse ante mi
escepticismo (un tímido a lo mejor no nos da tiempo a verlo todo en un día),
me invitó a escoger la música y arrancó el coche.
Nuestra primera parada fue Gheryan.
Situado en la Sierra de Nafusa, este pueblo es muy parecido a Jadu y a Kabao, pero bastante mayor. A la entrada llama la atención un mercadillo
permanente de cerámica (made in China, of course), y la principal atracción
turística es un restaurante ubicado en una casa-cueva que, por desgracia, suele
estar cerrado… y en esta ocasión también.
Así, ligeramente decepcionados
por esta fallida primera escala, nos dirigimos a la joya de la excursión, el abnormal
place.
Varias veces le había pedido a
Hamza más información sobre el sitio, y no había querido explicarme en
condiciones lo que me esperaba. De modo que, cuando detuvimos el coche en mitad
de la carretera, junto a cuatro solitarias palmeras, comencé a temerme una
broma.
De hecho, la primera manifestación anómala no
funcionó. Hamza me pidió una moneda, y estuvo un buen rato intentando que se
mantuviera en pie sobre el asfalto, sin éxito. Si no se mantiene, no rueda, decía
como para sí.
- Da
igual, sube al coche.
¿Eso era todo? Andaba yo un
poco suspicaz, cuando por fin pasó algo abnormal: Hamza apagó el motor, lo
puso en punto muerto, quitó el freno de mano, y el coche comenzó a deslizarse…
¡cuesta arriba!
Al principio pensé que era un
efecto óptico, pero no, el coche subía él solito la cuesta y, no contento con
eso, iba ganando velocidad.
Nos tiramos así unos 10
kilómetros, a una media de 60 km/h, siempre cuesta arriba. De pronto, el
coche comenzó a aminorar, hasta que, poco antes de llegar a un cruce, se
detuvo.
¿Cómo es esto posible? Por lo
visto no es algo tan raro, hay puntos en La Tierra donde una extraña movida
gravito-magnético-hipodérmica provoca el efecto que os describo. Al parecer,
los animales también lo notan, sobre todo los voladores, que evitan acercarse
por sitios así.
Sin embargo (a menudo hay un
sin embargo), preguntándole a San Google he visto que, efectivamente, no es más
que un efecto óptico: todo el entorno te hace pensar que una ligera cuesta
abajo es una ligera cuesta arriba, ya sea por la dirección en que crecen las
plantas, o la perspectiva que las montañas a tu alrededor le otorgan al valle
en que te encuentras (en este caso pasaría esto, ya que las cuatro palmeras
eran la única vegetación). De hecho, hay sitios que han comenzado a explotar
turísticamente esta “anomalía”, e incluso han construido por la zona edificios ligeramente
inclinados, para así acentuar la sensación.
Sea como fuere, flipé bastante,
y tras superar la emoción, encaminamos el coche hacia Joj, el pueblo de
Hamza.
¿El pueblo de Hamza? ¿Pero
Hamza no era de Trípoli?
Resulta que los libios no son
de donde nacen, sino de donde proviene su familia (la paterna). Hamza, por
ejemplo: su abuelo era de Joj, pero emigró a Benghazi durante una
sequía brutal. Allí, en Benghazi, nació y se crió su padre, que se mudó
luego a Trípoli, donde conoció a su madre (de Tajoura a su vez), para acto
seguido dedicarse ambos a procrear alegremente. Así, ni Hamza ni su padre han vivido nunca en Joj,
pero ambos aseguran que son de allí.
Lo mejor de Joj es su oasis, el
motivo de que allí se sitúe un pueblo. La pena es que me dejé el móvil en el
coche, así que no tengo fotos del interior, pero pensad en la típica imagen de
un oasis (palmeras en mitad del desierto, en el centro de ellas una especie
de estanque) y no iréis desencaminados. ¡Hasta vi una rana!
Hamza conserva primos en Joj,
y estuvimos hablando con uno que tiene una tienda, así como con algún vecino. Me quedó bastante claro que la gente de Joj está en general a favor de Gadafi, principalmente porque el pueblo cayó enseguida en manos de los revolucionarios, y estos cometieron bastantes tropelías (por ejemplo, quemar la casa del tío de Hamza, que al parecer ni estaba involucrado en la guerra ni nada, simplemente se había pronunciado a favor del tirano). Me recordó a España, a cómo muchos de nuestros abuelos se decantaban por el bando nacional o el republicano según quién hubiera ocupado su pueblo durante la guerra, y según cómo se hubiera comportado.
Cercana la hora de la comida,
Hamza dispuso el menú (pan, quesitos, atún y zumo), tras lo que comenzamos a
buscar un rincón tranquilo y agradable donde sentarnos a comer.
Esto es lo que encontramos:
Sí, nos sentamos a comer a la
sombra del cuartel miliciano del pueblo, y claro, si junto a una bodega hay
restos de orujo, junto a una milicia hay restos de bombas.
Sin embargo, al poco de sentarnos
como pudimos entre los morteros (vale, vale, esa frase es exagerada), salió un
señor miliciano a ofrecernos hospitalidad, lo que aceptamos con mucho gusto.
Comimos en una gigantesca
habitación alfombrada, en la que lucían orgullosos unos cincuenta tubos de neón
(a las dos de la tarde), dándole al lugar un agradable ambiente de quirófano.
Mientras devorábamos nuestro elaborado almuerzo, los señores milicianos nos
daban conversación (de lo que allí se habló no entendí ni jota).
Lo de las milicias es un punto.
Se calcula que en 2011, durante la guerra, había unos 18.000 milicianos,
mientras que en 2013, ya sin guerra, hay en torno a 150.000 (ayer leí que hasta 250.000, pero no sé si será verdad).
Considerando que Libia tiene entre 5 y 6 millones de habitantes, podéis imaginaros que entre los milicianos hay especímenes de todo tipo, desde hombres con formación universitaria (médicos, maestros, abogados), a hombres con otro tipo de formación (obreros, panaderos, pintores), pasando por un extenso número de hombres sin formación de ninguna clase (mayoritariamente jóvenes ni-ni, ni estudio ni trabajo).
Considerando que Libia tiene entre 5 y 6 millones de habitantes, podéis imaginaros que entre los milicianos hay especímenes de todo tipo, desde hombres con formación universitaria (médicos, maestros, abogados), a hombres con otro tipo de formación (obreros, panaderos, pintores), pasando por un extenso número de hombres sin formación de ninguna clase (mayoritariamente jóvenes ni-ni, ni estudio ni trabajo).
Los milicianos, al menos así era hasta la Matanza de Trípoli, se dedican
principalmente a cuatro cosas:
- Controles
de carretera y protección de la sociedad civil.
- Desfiles
triunfales entre gritos de Libia hurra y Allahu Akbar.
- Quedarse
en su casa y, aun así, cobrar a fin de mes.
- Arrimar el
ascua a su sardina.
Voy a referirme a los controles: con ellos pasa como con
los melones, tú tienes una idea general de cómo es un melón, pero hasta que no lo abres no
puedes decir si sabrá dulce o pepino. Un control de milicia libia es igual de imprevisible: a veces es exhaustivo y pesado, a
veces no te controlan, a veces te roban, a veces te invitan a tomar algo.
Tras despedirnos de los
milicianos que nos habían acogido, pasamos por uno de esos controles: siete
hombres con uniforme militar habían dispuesto un toldo y una alfombra junto a
la carretera, y tomaban tranquilamente un té, que nos ofrecieron con
insistencia (y que con amabilidad rechazamos).
Ya no nos detuvimos más.
Durante hora y pico recorrimos la carretera que une Tiji y Zuwara,
la más importante ciudad costera amazigh (bereber) de Libia.
En esta carretera hay varias
barricadas, principalmente a las entradas de las ciudades. No impiden el paso,
sino que lo dificultan, con lo que los coches tienen que pasar despacio (y son
más fácilmente controlados o, eventualmente, retenidos), y los tanques (¡!)
directamente no pueden pasar, ya que no tienen espacio para maniobrar.
El mayor conflicto de la zona
se da entre las ciudades de Djemel (árabe) y Zuwara (bereber), ya que
ambas se disputan importantes parcelas de desierto (sí, como suena). Cuando
llegué al país, se sucedían los combates nocturnos por esos lares, combates que últimamente
han remitido algo, principalmente porque Zuwara está ahora más preocupada cortando el suministro de gasolina periódicamente, dueños como son de la única refinería
del país.
El resto del trayecto tuvo poca chicha, muchos kilómetros de pre-desierto (en árabe dáhara), y un par de rebaños de camellos. Os dejo un par de fotos más, y nos leemos en la próxima, ¡salud!
El resto del trayecto tuvo poca chicha, muchos kilómetros de pre-desierto (en árabe dáhara), y un par de rebaños de camellos. Os dejo un par de fotos más, y nos leemos en la próxima, ¡salud!
¿En qué dirección sopla el viento? |
Familia feliz. |
Me ha llamado la atención la cantidad de basura en el oasis. Claro, uno se imagina la típica imagen de oasis de cuento, totalmente virgen, pero esas estampas de países exóticos a los que no ha llegado la Coca-Cola son cosa de las películas... al final es como decía Ray Bradbury, que en el futuro iremos a Marte y habrá latas de Pepsi tiradas por el suelo.
ResponderEliminarY eso que, de las dos que hice en el mismo sitio, he puesto la foto en que menos basura se ve! Imagino que los oasis eran verdaderos basureros desde que el hombre puso su pie en ellos, pero claro, antes tiraban anforas de barro, restos de comida o de ropa tejida con lana... le venia hasta bien al ecosistema. Ahora tiramos plasticos y demas historias que no ayudan a nada, no se biodegradan, y quedan ad aeternum para decir salam aleikum a los viajeros. Suspiro.
EliminarLo mismo te sale un genio de una lata de Coca-Cola...
EliminarSolo cumple tres deseos: refresca, da sensación de vivir y acerca a la diabetes.
EliminarCada entrada tuya me resulta tan reveladora como inquietante. Y cada vez que leo de tanques, milicias, dictadores, no dejo de pensar en brutalidad y caigo en la cuenta de mi mirada occidental, de los criterios eurocentristas con los que me eduqué en una periferia colonizada. Entonces al reflexionar un poco, te das cuenta que la barbarie es la misma, en todos lados, aunque querramos pensarnos diferentes ("nosotros" "los otros").
ResponderEliminarY hombre, ¿Batido de dátiles? ¿En que pensabas? La próxima vez podrías pedir el de fresa.
Jajaja, a Alá pongo por testigo de que yo quería el de fresa, pero con Hamza importa poco lo que tú quieras, el menú lo escoge él!
EliminarRespecto a lo otro, creo que hablas con mucha razón y me alegro si transmito ese mensaje, porque si algo estoy aprendiendo con mi vida aquí, es que mi doble vara de medir es escandalosa; hay pocas cosas "malas" de por aquí que no hayamos hecho antes por allá, y también pocas que no sigamos haciendo... pero claro, lo vemos con un cristal distinto. Hace poco lo describía muy bien el periodista Iñaki Gabilondo, "es malo si lo hacen los otros, es bueno si lo hacemos nosotros", te paso el link por si quieres verlo:
http://blogs.elpais.com/la-voz-de-inaki/2013/11/por-que-no-minas-antipersona.html
A cuidarse!