Llegué al piso el día anterior
a la nochevieja de 2012, poco después del fin del mundo maya. Los propietarios ya se
habían mudado, Rudolf estaba en Alemania disfrutando de su familia y de la
cerveza con alcohol, todas las copias de la llave estaban en mi poder… la nueva situación parecía agradable y prometedora, pero mi recién estrenado hogar me deparaba una terrible sorpresa, un horror intenso e
inesperado.
Porque no estaba solo.
Mientras me paseaba por el piso
alcahueteándolo tó, me parecía ver de vez en cuando unas sombras furtivas.
Serán imaginaciones mías, pensaba, y seguía abriendo cajones y armarios,
encendiendo la tele, considerando la terraza.
Lo recuerdo bien. Estaba
lavándome los dientes tras la cena, cuando vi al primero de ellos. No había
sido mi imaginación. Estaba ahí, observándome, relamiéndose ante la ignorante
tranquilidad de su nueva víctima.
Era… un mosquito.
Qué idiotez, pensaréis. Un
mosquito, ¿qué tiene eso de especial?
Nada en absoluto, estoy de acuerdo, salvo por el hecho de que estábamos a 30 de diciembre, una fecha para la que los mosquitos del hemisferio norte suelen haber tenido la decencia de morirse.
Nada en absoluto, estoy de acuerdo, salvo por el hecho de que estábamos a 30 de diciembre, una fecha para la que los mosquitos del hemisferio norte suelen haber tenido la decencia de morirse.
Mi casa debe ser un microclima
de lo más agradable, porque los mosquitos proliferan, y se les ve sanotes. Son
el típico mosquito veraniego, de patas largas, cuerpo peludo y zumbido
irritante al estilo trompetilla. Se da además la circunstancia de que
yo soy de ese tipo de personas que siempre se llevan las picaduras: encerradme
junto a cincuenta voluntarios y un mosquito, y seguramente sea yo el que acabe
rascándose.
Consciente de ese hecho, y
también de que los picotazos se me convierten en habones de un tamaño respetable,
aquel 30 de diciembre me di a la tarea de matar al mosquito, en árabe namús.
Me costó, pero lo logré.
A los cinco minutos apareció
otro.
Después otro.
Y otro.
En un momento dado me alegré,
pensaba que podría escribir una entrada y titularla 6 mosquitos 6, pero
de eso nada. Maté hasta nueve en la primera noche.
Esa dinámica se ha venido
repitiendo, y raro es el día en que no mato a ninguno. Y la verdad, no me gusta matar. Es cierto que odio a los mosquitos, las moscas me
molestan, las avispas me dan algo de miedo, pero entiendo que no tienen mala intención, sino que simplemente son así, y
de hecho más daño les hago yo como parte de la especie humana. Sin embargo, desde que vivo aquí me he
vuelto un experto en el arte de acabar con mis alados enemigos. De mi torpeza
inicial he pasado a algo parecido a esto.
Al principio lo hacía como con
miedo. Cuando descubría a un mosquito posado en la pared, me acercaba a él
despacio, temeroso de espantarlo, y le arreaba un manotazo tan mal dirigido que
solo servía para despertar al vecino, mientras el maldito se alejaba volando
entre humillantes carcajadas.
Eso ya no es así. Ahora soy más
duro. Mientras escribo esto llevo dos víctimas, han pasado frente a mí y así,
al más puro estilo Mijagi, las he masacrado sin pensar, puro instinto.
Caen muchos mientras estoy en
la cama. La gran mayoría, quizá confiados en que una cosa tan grande ha por fuerza de ser lenta, no se comportan con mucha inteligencia. Normalmente se acercan a mí
zumbando, con lo que me ponen sobre aviso, y espero quieto a que se posen sobre
mí; una vez efectuado el aterrizaje descargo mi poderosa palmada, y un mosquito
menos (y un oído zumbando si es que se me había posado en la oreja).
A veces, sin embargo, se me
escapan, pero no os preocupéis; enciendo la luz y ¡oh, Fortuna!, el mosquito se
ha posado en la pared, a escasos veinte centímetros de mi cara. Es como si le
diera pena no haberme dado la alegría de verlo morir aplastado. Rápidamente
subsano mi error.
Un par de veces he pillado a
alguno in fraganti, chupándome la sangre, y he aprovechado para ver cómo lo
hacen. La verdad, es muy inquietante. La trompetilla es muy fina y parece que
nada está pasando a través de ella, pero poco a poco su cuerpo empieza a
hincharse, cambia brevemente de color, hasta que se sacian y alzan el vuelo.
Bastante desagradable también es ver cómo agitan las patas mientras te pican,
parece que se alegran, como niños que agitan los brazos al saber que les van a
llevar a la piscina.
Me han recomendado dormir con cebollas, albahaca, menta, y ninguno de los trucos ha funcionado. Sin embargo, a día de hoy lo llevo bastante
mejor, armado de repelente, de cremas para la comezón y de mi nueva mejor
amiga:
Estar dentro de la mosquitera tiene también su punto inquietante, ya que ves a los mosquitos revoloteando alrededor, o posados en ella, como buscando ese resquicio, ese hueco imprevisto que les dará acceso a mi sabrosa sangre (y a veces lo encuentran, malditos).
Pero en líneas generales he ganado mucho en calidad de vida, duermo de un tirón y me llevo menos picores, ¡hamdu-llah!
P.D: igual este post no le interesa a nadie, pero qué queréis, uno tiene sus propios fantasmas.
Mi querido amigo, yo empatizo contigo totalmente, tengo los mismos problemas, miedos y repulsas hacia esos malditos bichejos, y me alegro enormemente de que les vencieras. Un abrazo grande...te recuerdo Amanda...
ResponderEliminarjaja, ¡esta noche caza en tu honor, rodarán cabezas! ¿qué te parece esta para Te recuerdo Amanda?
ResponderEliminarhttp://www.youtube.com/watch?v=QqvUz0HrNKY