La ciudad vieja.
Sí, Trípoli también tiene, y también es una exótica y mareante maraña de calles
estrechas y vías sin salida, como nos solemos imaginar la parte vieja de las ciudades árabes, o al menos como me la imagino yo.
Sin embargo, la
ciudad vieja de Trípoli no muestra su atractivo como lo hacen otros cascos
antiguos. La belleza de la medina qadima no se ve, se imagina, hay que encontrarla
escondida entre cables, basura y ruinosas paredes. Se adivinan frescos
soportales, bonitos ventanucos, esbeltos arcos y portadas, pero todo está
destrozado, arruinado por la dejadez, la malicia y la pobreza. En los últimos
cincuenta años los libios pudientes que allí vivían han dejado su sitio a los
libios pobres, y estos a los extranjeros, que son menos que pobres. Egipcios,
tunecinos, sudaneses habitan las casas más antiguas de Trípoli, y su pobreza se
contagia a las seculares piedras, que se rinden y se caen.
No toda la ciudad
vieja es así; hay calles que aguantan, ya sea porque el escaso turismo que
había antes de la guerra animó a invertir en un mercadillo al gusto occidental,
ya sea por la tenacidad de los vecinos que, de un modo u otro, han de vivir. En
la ciudad vieja abundan los mercadillos y los puestos, puestos de fruta, de
enchufes, de ropa, de especias, de tabaco, de pañuelos, de sujetadores, de
jabón, de… puestos y puestos, aquí dos, aquí veinte.
También hay
tiendas, pero sin escaparates. Son cuartos pequeños en los que la mercancía,
como la belleza, más que verse se intuye, un hombre sentado a la puerta. De repente,
en uno de ellos, un ordenador, en otro, piezas de coche. Las tiendas de la
ciudad vieja son un basurero igualitario, alguien ha barrido los últimos dos
siglos y los ha colocado, revueltos, en una misma callejuela, y allí conviven.
Las calles se organizan
por gremios, como en toda Trípoli. Es llamativa la calle de los joyeros,
relumbrante mercancía entre paredes que agonizan. Impresiona la calle de los
caldereros, donde se respira el fuego y el metal, tañen los mazazos del
artesano sobre el cobre y se amontonan calderas, peroles y puntas de minarete.
Es extraño tener delante una de estas últimas; nunca llegarás a su altura una
vez que la coloquen, pero mientras tanto espera su turno en una callejuela
mugrienta, a la altura de un niño de doce años, frente a un español cualquiera.
La calle de las
especias es pura magia. Será porque en España no las gastamos, pero no me
acostumbro a esa explosión de colores y de olores, las semillas, los tallos y
los polvos, y me imagino al tendero como un mago poderoso, el guardián de los
secretos, un druida. Luego veo cómo una señora se le queja porque el pimentón
que le compró amarga mucho, y se me baja un poco el éxtasis.
El mercadillo de
los extranjeros es otra cosa, es donde se ha invertido algo de dinero: paredes
encaladas, suelo embaldosado, fuentes en los patios. Los productos, en general,
son souvenirs fabricados en cadena en Marruecos o Túnez, y se pueden comprar
también en Granada o en Jarandilla de la Vera. Cosas de la globalización,
supongo.
Ahora se importa
menos porque apenas hay turistas, así que poco a poco aparecen productos
nacionales, manufacturas con más taras, artesanía de verdad. Igual tengo suerte
y puedo comprarle algún detalle genuinamente libio aunque sea a Jota, mi
acompañante más arabófila.
La gente me dice
que no vaya a la ciudad vieja, que es peligrosa, que está llena de
delincuentes; efectivamente, la primera vez que fui solo me ocurrió algo: vi a
unos niños jugando a la peonza, la tiraron mal y se fue derecha a mí; la paré
con el pie y se la devolví, ante lo que uno me dijo thank you, y el otro
welcome to medina qadima. Fue terrible.
Otro día iba
andando y me paró un señor de unos cuarenta años: sorprendido de ver a un guiri
por allí, pensó que me había perdido, y quería indicarme el camino de salida. Él
mismo, que vive allí, me dijo que me marchara, que la ciudad vieja no es
segura, y esto es un lugar común que repite todo el mundo, aunque nunca se oye
nombrar ningún suceso concreto, más bien parece el proceso de la profecía
autocumplida. No sé, supongo que algún día me puede pasar algo, pero cuanto más
me muevo por aquí, más convencido estoy de que ni lo peligroso es tan
peligroso, ni lo seguro es tan seguro.
Sin embargo, es
verdad que no me atrevo a meterme por cualquier callejuela. Hay veces que no se
ve un alma, o me meto en una calle de la que no se ve el final ni el principio,
o siento que me observan desde las ventanas.
Otras veces dos
hombres se callan al verme y me observan. A veces paso bajo un techado, y de un
sol cegador entro a la oscuridad más tenebrosa, hasta los sonidos parecen
amortiguarse. Vamos, que a veces me cago vivo, aunque no tenga motivo alguno.
Pero bueno. Yo voy
con mi cara de sé por dónde ando, saludo a la gente cuando corresponde
(ya lo voy cogiendo el truco a distinguirlo), y por ahora la ciudad vieja no me
ha ofrecido más que encuentros agradables o indiferencia.
La ciudad vieja de
Trípoli, un sitio con encanto, pero enfermo, casi en cuidados paliativos, un
céntrico arrabal compuesto de calles de tierra y abortos de asfalto, casas
antiguas en fase terminal, casas modernas de cemento visto… temo que, una vez
que el país se mueva hacia delante y se emplee dinero en adecentar lo viejo,
las excavadoras puedan más que los restauradores, dejando en pie tan solo un pedazo
de muralla, un puñado de casas encaladas y un puesto de souvenirs con un
camello y un fotógrafo.
Mientras llega ese
momento, yo seguiré dando paseos por las calles de los atracadores pobres,
intentando guardar en mi retina la mayor cantidad posible de rincones hermosos,
antes de que un plan urbanístico arrase la cuna de Trípoli.
P.D: ya, no mola nada
una entrada sobre el casco antiguo que no lleve fotos… así que os enlazo a unos muchachos que sí las hacen, para que veáis de lo que hablo.
No me hacen falta fotos...cada palabra que has escrito me ha transportado a tu Medina. Enhorabuena! Y gracias.
ResponderEliminarLaparda libiana
Es muy bonito lo que dices, ¡gracias! Me alegro de poder traerte a la ciudad, ¡tú me traes España cada vez que me escribes!
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